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"I don't want to belong to any club that will accept people like me as a member." Groucho Marx en Groucho and Me (1959).

miércoles, 11 de noviembre de 2015

infancia africana

Desde hace un tiempo está de novio con la misma chica con la que bailó el vals de los 15 en el club Español de San Nicolás, hace 35 años. Por eso viene seguido a Rosario. Durante la semana vive en Córdoba, donde escribió algunas de las novelas más vendidas entre las que se publican en Argentina. Su trilogía de África, que comenzó con África, hombres como dioses, agotó seis ediciones en la cordobesa Ediciones del Boulevard hasta que la publicó Plaza y Janés en Buenos Aires, en 2003.

Hernán Lanvers (o H. Lanvers, como firma sus novelas) se autodefine como un mercenario de la literatura. “El día que dejen de pagarme –dice– me dedico a otra cosa”. Sin embargo, permanecemos 45 minutos de charla en la que me cuenta las penurias por las que pasó en su vida familiar –la de sus padres y su hermano mormón que vive en Canadá y al que casi no ve. Le pregunto si no va a escribir eso, me responde: “¿No será que ya lo escribí?”
Entonces toma un bolígrafo y garabatea en un papel una línea de tiempo que atraviesa la vida de su personaje Tom Grant: “Es huérfano. Sabemos de su vida hasta los 14 años, que es la edad a la que yo llegué a San Nicolás –dice–, y después arranca desde los 24, que es la edad que tenía yo cuando empecé a ganarme la vida”.
Hernán se recibió de médico cirujano en la Universidad de Córdoba a principios de los 90. Pero antes ya había logrado mantenerse (con cierto respaldo económico como para viajar a África) dando clases para los cursillos de ingreso a la carrera de Medicina. Una sobremesa, en Rosario, me contó que el día que finalmente rindió su última materia, la que le dio el título, llegó muy temprano al examen y a las 9 de la mañana estaba al frente de su clase, como cualquier otro día.
El primer libro de Hernán me llegó hace casi quince años. Por correo. Contenía una carta escrita a mano sobre papel resma de 80 miligramos en la que celebraba de algún modo el reencuentro y su Kilimanjaro. Guía médica para su ascenso, un tomo breve en el que me enteré, por el relato y las fotos, que Hernán había ascendido a la montaña más alta de África: un monte en el Ecuador con nieves eternas en la cima.
Nos conocemos desde que cursamos juntos la secundaria. Hablamos de la familia el viernes pasado. De la madre, que murió hace poco más de tres años. De su única herencia familiar: su padre médico, hoy hemipléjico en un geriátrico de Córdoba. La casa de San Nicolás está alquilada. Cuando murió la madre un representante de su hermano, que es abogado, llegó para disponer de los bienes. Arregló, entre otras cuestiones, cosas pendientes con personas que habían hecho trabajos en esa casa: desde el plomero hasta una empleada doméstica, todos mormones.
Caminamos, hablamos de África: un continente que expulsa al hombre blanco, aunque el hombre blanco siempre vuelve. A treinta kilómetros de Johannesburgo, que todos vemos como una ciudad moderna, donde se hizo el mundial de rugby (Hernán practicó rugby en San Nicolás, durante la adolescencia, y en Córdoba, cuando estudiaba medicina), me cuenta, la gente en los pueblos tiene que encerrarse durante la noche porque merodean leones. O Tanzania, donde la población vive pendiente de “La gran migración”: el movimiento de dos millones de cebras y antílopes que en determinado momento del año se trasladan en masa en busca de pasturas y arrasan las villas que encuentran a su paso. Hablamos de la poligamia: las mujeres africanas no son celosas y no entienden por qué las blancas se empecinan en tener un hombre en la casa de manera permanente. Desde que lo conozco, Hernán es un curioso casi infinito, capaz de memorizar detalles y desparramarlos en un relato al modo del “¿Sabía usted?” o de los grandes reportajes del periodismo norteamericano. No es un fabulador, porque su formación enciclopedista no le permitiría la hipérbole. Sus historias se construyen con cierto saber, con datos, con laboriosidad. Son la contabilidad de historias e información recogidas con meticulosidad de lector que sus novelas visualizan con un orden casi imperativo. La frase que oficia de advertencia, al principio de “África, hombres como dioses”, ambientada en los años 20 del siglo XIX, reza: “Sólo las partes más increíbles de este relato están basadas en hechos que ocurrieron en la realidad”. 
Volvemos a hablar de la familia. “Dicen –dice– que el miembro más perverso de una familia es el que la domina”. 
El 26 de septiembre de 2003, en Córdoba, Hernán fechó una carta escrita a máquina (sí, a máquina de escribir) que corrigió con liquid paper en algunos renglones en la que me decía: “Apreciado Pablo: Habida cuenta del regocijo con que has recibido mi anterior libro ‘Kilimanjaro’ y de en cuánto has ampliado tu vocabulario con el aquí injustamente poco usado idioma swahili, te envío esta novela que he escrito y así aumentes tu conocimiento del idioma y estilo de vida zulú.
“Es una novela sólo concebida para el entretenimiento, que me gustaría que leyeras y luego me contestaras, teniendo en cuenta que apunta a entretener, al igual que una película de Spielberg.”
No lo leí. Una desatención grosera de mi parte. Incluso Hernán lo sospechaba porque en la dedicatoria que me hizo de su libro me escribía: “No te solicito hagas una reseña en el suplemento literario que vos dirigís, ya que se que este tipo de narraciones no están dentro de lo que se espera leer en esas secciones”. 
Pasaron unos años hasta que me metí en la historia de Tom Grant entre los zulúes. Por qué no me interesan este tipo de novelas se lo dije a Hernán, creo, hace mucho. Pero no es este el lugar para explayarme sobre eso. Pasa el tiempo y el territorio más extraño que descubro en los libros que leo es el Río de la Plata. En fin. Pero la conversación de Hernán ya es buena literatura. Si sus libros son el eco de Wilbur Smith, sus charlas –con sus anécdotas de África y sus idas y venidas familiares– son como el discurso de César Aira sobre los chinos en El mármol.
El viernes último, cuando lo escuché en el programa “Los dueños del circo”, que conducen Marcelo Tapia y Maru Pezzoto en Sí 98.9, lo llamé por teléfono y allí me esperó hasta que nos encontramos.
Además, Hernán entendió algo del discurso público y mediático que lo vuelve fascinante: no ya concitar la atención a partir de la historia del escritor que más libros vende en el país y se ve a sí mismo como un perdedor o un antihéroe (como lo declara y como lo puso en la dedicatoria y la carta que me envió hace 12 años), un desplazado de los círculos literarios; sino el sustrato lúdico de ese discurso, en el que se pone a girar una rueda que le reclama anécdotas y un personaje que supo construir con el mismo esmero con el que redactó sus novelas.
Dice que su fascinación por África le viene de cuando era niño y vivía con sus padres en Comodoro Rivadavia, donde se habían asentado a principios del siglo XX bóeres holandeses que participaron de las guerras bóeres en Sudáfrica. Las novelas de Lanvers son esa infancia recuperada, una infancia hecha de relatos y de voces extrañas que Hernán tradujo y despierta en su conversación con un humor enrarecido, cargado de ironía y de juego.
Y

Publicado en RosarioPlus.

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