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lunes, 8 de julio de 2013

saer by aira

No recuerdo si fue Andrew Sarris o quién que celbraba del cine de Woody Allen que tuviese el buen tino de robar de las mejores películas. Espero que me quepa el mismo argumento luego de "copiar" descaradamente esta entrada de Matías en Golosina Caníbal, blog que sigo con entusiasmo.   
Matías reproduce acá un artículo en el que Aira, según su plan de una literatura sin estridencias (perdón, el concepto es mío), repasa a Juan José Saer y argumenta a su favor su estilo de taller literario, su laboriosidad y su "seriedad". Para mí, que de Saer lo que más disfruté son sus lectores, como Sergio Delgado, la tesis de Aira me resulta terriblemente tentadora para cambiarle el signo.
Zona peligrosa
por César Aira

Los únicos dos novelistas “presentables” que tenemos hoy por hoy los argentinos, Juan José Saer y Manuel Puig, viven, por una coincidencia quizás explicable, fuera de la Argentina. Es como si hubieran decidido asumir, con el peso simbólico de sus personas mismas, la calidad profesional de su trabajo; o bien, por lo mismo, como si se hubieran propuesto aminorar nuestros motivos de jactancia, que de otro modo podrían aplastarlos y esterilizarlos. Tenemos dos novelistas que mostrar al mundo, pero el mundo retiene como rehenes a nuestros dos novelistas, y nos devuelve, siempre en forma enigmática, el reflejo de su talento.
El caso de Saer es, no menos que el de Puig, intrigante. Hasta Cicatrices (1969) su obra tenía una impronta juvenil, de aprendizaje y vacilaciones. Después, uno y otras se fundieron, sin perderse, en un trabajo que los valorizó. Percibimos en estas persistencias una obstinación peculiar, la de seguir siendo un joven provinciano que trata de escribir novelas, que se esfuerza casi al límite de su potencia, que pretende hacerlo como los novelistas de verdad... Para sostener esta actitud, que tiene algo de heroico en su humildad, hay que hacerlo en París, no en Colastiné.
Por otro lado, la obra de Saer vista en su conjunto tiene la particularidad tan poco latinoamericana de que cada libro que escribe es mejor que los anteriores. En un continente donde lo característico es escribir algo realmente bueno a los veinte años, y después dedicarse a declinar, Saer es un europeo. Salvo que, al mismo tiempo y a diferencia de un europeo, ese transcurso progresivo lo vuelve el eterno aprendiz, y pone la técnica, en sentido amplio, en primer plano. Mientras el estilo de un europeo es su persona, el de un americano es su trabajo.
Claro que cuando uno es un novelista presentable, puede sentir la deletérea tentación de seguir siéndolo, de no decepcionar a los lectores, o peor todavía, a los críticos, o, muchísimo peor todavía, a los jefes de departamento de las universidades norteamericanas. Más en general, se trata del peligro de que la literatura contemporánea se presente como “buena” o “gran” literatura aprobada a libro cerrado, algo así como clásicos automáticos. Es el caso, por mencionar uno reciente, de La Desesperanza de José Donoso (que no he leído por lo que puedo opinar sin él estorbó del juicio, que seguramente sería encomiástico), típico libro “importante” y “bueno”, bueno de veras y sin ironía, si vamos a ajustarnos a los cánones aceptados. Pero cuando un libro no puede ser otra cosa que un buen libro, es como si le faltara algo, me parece. Saer en cambio, lo mismo que Puig, conservan una buena dosis de peligro. De hecho, por suerte, viven al borde del fiasco.

En el taller literario
El modelo de las novelas de Saer quedó establecido en Cicatrices, seguramente la más floja de sus novelas de madurez (juicio que puede deducirse con toda limpieza del hecho de que es la primera). El modelo es el ejercicio de taller literario, basado en una consigna lo bastante inteligente como para que de una buena novela, y ejecutado con la mayor destreza posible. Esto último se explica porque cuando uno regresa a las aulas, así sea en la más libre fantasía, es inevitable que lo persiga la inquietud por la nota que le pondrán. Cicatrices llenaba el papel de modelo del modelo, o modelo maestro, por incluir varias consignas diferentes sucesivas.
En las novelas subsiguientes, el método se va asimilando a lo mejor, a lo más literario, de la labor de Saer. Con todo, sigue visible. Cada uno de sus libros está recorrido por una profunda hendidura, que divide dos campos: lo que el autor se propuso escribir, y lo que escribió. Que lo segundo coincida exactamente con lo primero, no hace más que subrayar la separación de las dos instancias; al ser exitoso, el resultado demuestra ser justamente eso, un resultado. Escolar aplicado, honesto a más no poder, Saer produce la impresión de que la literatura es un trabajo como cualquier otro, algo que se aprende y después se realiza. Teniendo a la vista su producción reciente, uno se pregunta si no será así realmente.
En cuanto a lo que puede quedar afuera con semejante método... Sí, es cierto que podemos extrañar algo de locura, de inesperado, de apasionado. Pero debemos agradecer que hasta ahora Saer no se haya propuesto incluir ese tipo de elementos, porque, como es habitual en él, los habría incluido a la perfección, colmando al milímetro sus intenciones. Y la locura o lo inesperado, cuando obedecen a una intención, se desvalorizan. En ese sentido, ha tenido el buen tino de abstenerse.
Lo anterior no tiene nada de peyorativo. Ha habido grandes escritores, de los más grandes, que han sido así. Para no dar más que un ejemplo, supremo, Zola. Ahora bien, con Zola la novela comenzó a ser “experimental”. Es lógico que este sistema de escribir novelas obedeciendo a una intención, lleve a los experimentos de novela, a las consignas personales. Se llega a un punto en el que, tratándose de un autor que conozca su oficio, no es necesario juzgar la novela, sino la idea que la preside.
Un lector de Saer compra, si es que se decide a comprarlo, un libro, un buen libro, no la manifestación del arte de una persona. (Con Puig pasa lo contrario: se compra Puig, y secundariamente un libro, un buen libro.) Es el estilo inglés, que tantas satisfacciones dio antes de degenerar en la industria del best-seller. Las últimas novelas de Saer han sido todo satisfacción para un lector culto, interesado y predispuesto a cierto esfuerzo (esto ya no es tan inglés).
El Limonero Real (1974) fue el mayor esfuerzo del autor, y el que más lo exige del lector. Se trata de un experimento con el tiempo, insólitamente borgeano. Un tour-de-force, ligeramente excesivo. Se emerge de sus muchos cientos de páginas con la satisfacción del deber cumplido, y un excelente recuerdo (y la vaga promesa de no volver a acometer semejante lectura por mucho tiempo). El descuido inconcebible de la crítica, que no percibió la calidad única, incomparable, de esta novela en la literatura argentina, benefició a Saer. Si hubiera tenido en su momento el éxito que merecía, podría haber avanzado por la vía heroica de las arideces de la lectura, y conociendo la aplicación de Saer, habría llegado a cimas aterrorizantes. Por suerte, tomó el caminó opuesto.
Nadie Nada Nunca (1980) es la novela del puntillismo lumínico. Como también lo es La Mayor (1977), libro de relatos y prosas. El “punto en el tiempo”, que en El Limonero Real era el momento clásico de las doce de la noche del 31 de diciembre, se vuelve una miríada de puntos de luz en el río, por supuesto heracliteano (Saer es de una ejemplar prolijidad en sus referencias culturales, por lo general, además, discretas). La flecha del tiempo, la línea, se hace nudo de cuerpos, fugaz monumento sadiano a la eternidad.
El Entenado (1983) representó una ruptura, un cambio de rumbo en el universo temático de Saer, no en su método. Curiosamente en el autor, es una novela que admite más de una descripción; creo que fue la primera vez en que los críticos tuvieron serios motivos para preguntarse cuál era su plan. No es imposible que el mismo Saer haya empleado dos planes, uno primitivo sobre el qué realizó la invención novelesca (la tribu de caníbales, la arqueología de su Colastiné “reino encantado”), y otro al que en definitiva se subordinó el primero, y que podría resumirse más o menos así: un actor que ha hecho fortuna representando en teatros y ferias europeos el papel del cautivo entre salvajes, a la vejez escribe su vida, y por la vía, o el nudo, de la teatralidad, crea el género literario de la Antropología. Y se vuelve en el proceso una especie de “hijo de sus obras”, aunque no exactamente un “hijo”, más bien un “entenado”.
En realidad, lo que he dicho antes podría dar la idea errónea de que las novelas de Saer son simples y transparentes, por ser el resultado automático de un trabajo hecho a conciencia. No hay nada de eso. Por una parte, el resultado no es del todo automático, porque incorpora el tiempo que dura el trabajo (y Saer se ocupa de ponerlo en claro en los reportajes: “El Limonero Real me llevó nueve años, El Entenado dos y medio, Glosa cuatro”); por otro, el automatismo mismo, a cuya perfección llegará, si se dan las condiciones, no implica la transparencia, o la implica de un modo problemático. Como sea, Saer es un escritor enigmático y abierto a la interpretación. Doblemente interpretable, porque el lector, antes de llegar a la consideración de la obra en sí, debe pasar el interrogatorio sibilino que le dirige la esfinge de la intención.

Un “banquete” santafecino
La última novela de Saer, Glosa (Alianza, 1986, 282 páginas), creo que podría considerarse la mejor suya, al menos hasta que leamos la próxima. Es también, y esto no puede decirse con ligereza de las anteriores, de muy grata lectura. Saer ha venido perfeccionando, quizás involuntariamente, su costado “thriller”, la creación de un interés hipnótico y esa suerte de impulso deseante por llegar al final, deseo tematizado al modo paradójico aquí, pues de lo que se trata es justamente de la eternización del instante de felicidad. En esta clase de thriller, lo que induce la velocidad de la lectura no es saber quién fue el asesino, sino cómo se las arreglará el autor para llevar a buen puerto un proyecto tan improbable de novela.
Glosa es una novela de trescientas páginas cuya acción transcurre en algo menos de una hora. Dos personajes recorren la calle principal de Santa Fe, y uno le cuenta al otro una fiesta a la que ninguno de los dos ha asistido. Al relator se la ha contado unos días antes, mientras cruzaban el Paraná en balsa, un informante que no es muy de fiar. Esos son los enmarcamientos primarios; hay otros, más intrincados, superpuestos. Como vemos, el taller literario funciona a pleno, en sesión de exámenes finales. Una novedad, o por lo menos un recurso que Saer no había usado antes, es el de ajustarse a un modelo “numinoso”, a un mito literario-cultural, como hizo Joyce con la Odisea. El modelo en este caso es un diálogo platónico, obviamente. Algo menos obvio es decidir de cuál diálogo se trata. Que todo indique el Banquete no supone necesariamente que lo sea de modo exclusivo. En realidad, hay antes un pasaje por Joyce, no sólo como modelo de la toma de modelos, sino como relevamiento mnemotécnico de una ciudad perdida. El planteo hace pensar en el Fedro (en un Fedro nietzscheano), en ese momento tan alto del arte de Platón en que Sócrates y Fedro deciden conversar caminando por el lecho del arroyo, refrescándose los pies. Aquí no hay arroyo, por cierto, pero sí un aura de felicidad, o de eternidad en la felicidad, que proviene de una ciudad amada con un amor tanto más intenso que no se dice de él una sola palabra. (Los planes tan minuciosos de Saer pueden incluir una maravillosa discreción, de artista verdadero.) Uno de los personajes, precisamente, viene de recorrer Europa, y hace todo el tiempo aforismos chistosos sobre las ciudades que ha visitado: “Brujas, pintaban lo que veían; París, una lluvia inesperada; Roma, se la imaginaba de otra manera; Aviñón, un calor matador; Ginebra, la chacra asfaltada”. La ciudad, lo expandido y difuso y descentrado por excelencia, se vuelve una frase talismán, un oráculo servicial, un punto de lenguaje que brilla en la memoria. Estas descripciones en grageas, que el personaje repite frente a cada interlocutor que se le cruza (y que recuerdan a una réplica de Oliveira en Rayuela, lo único que le cuenta a Traveler de sus años en Europa: “si a París vas en octubre, no dejes de ver el Louvre”, cita de César Bruto) son, más que relatos en miniatura, un modelo de la pulsión de repetición del relato, vuelto él también portátil y administrable en toda ocasión. El trabajoso taller novelístico de Saer, los años que le lleva la elaboración de cada libro, tienen aquí su espejo. En la acción de este espejo, en el vaivén, hay una neutralización del humor. Pocos escritores modernos son tan serios como Saer; hay un mecanismo en él que vuelve serios hasta los chistes. No es un defecto.
Hacia el final, en un epílogo en forma de fuga en el que Saer demuestra su espléndida destreza y su profundo miedo a la literatura (lo que tampoco es un defecto: es lo más sano que hay), la evocación del tiempo se hace bajo el signo de Baudelaire: “la forma de una ciudad cambia más rápido, ¡ay!, que la forma de un corazón”.
Pues bien, ¿qué sucede en este Banquete santafecino, oculto como el corazón de un repollo en la melodiosa hojarasca de la transmisión de los discursos? Por supuesto, como somos modernos, no debería suceder nada. Y sin embargo, no podemos evitar ir a buscar allá al centro una verdad. El Sócrates criollo es un poeta, que tiene algo (muy poco, es cierto, pero algo esencial de todos modos) de Juan L. Ortiz. La fiesta es en honor de su cumpleaños, precisamente. Muy en el estilo platónico (y argentino) todo parece irse en preparativos. Salvo que hay una discusión, que de pronto se hace importante, crucial, sobre las posiciones relativas, e hipotéticas, de tres mosquitos. En qué termina esta discusión, es algo que la mano maestra de Saer nos escamotea a último momento, y para siempre. En contraste, se nos informa del destino ulterior de los personajes, con deliberado detalle. Detalle político-tópico, de pésimo gusto, casi al modo de un Galeano. Pero las obras de arte siempre deben tener una falla, y no imperceptible ni microscópica, por donde corran ciertas líneas de fuga esenciales. Además, uno podría preguntarse si la sabiduría constructiva de Saer no habrá llegado al punto de crear un falso centro temático para ocultar mejor el verdadero descentramiento.
Sea como sea, si no sabemos qué pasó con los tres mosquitos, no debemos alarmarnos. No es poco lo que ignoramos. ¿Qué será de nosotros, por ejemplo? ¿Cuánto nos va a durar la felicidad? ¿Se trasladará la capital a Viedma? ¿Por qué Borges murió en Ginebra? ¿Cuál será la próxima novela de Saer?
Fuente: Revista ElPorteño, nº 64, abril 1987, págs. 66-68.

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