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domingo, 1 de abril de 2012

el barco fantasma




Trasfondo, la tercera novela de la escritora tandilense Patricia Ratto que publicó la editorial Adriana Hidalgo, cuenta, de algún modo, la campaña del submarino ARA San Luis durante la guerra de Malvinas: 39 días sumergidos en el mar austral, con una computadora de tiro que no funciona, de modo que los cálculos para lanzamientos de torpedos deben hacerse manualmente; con torpedos que no funcionan, de modo que el disparo delata la posición de la nave antes que provocar un daño al enemigo; sin embargo, una misión que los tripulantes cumplen y completan. Trasfondo es una ficción. Patricia Ratto insiste con esto: una ficción, una novela, el relato de una escritora que vive en las sierras bonaerenses y entrevistó a algunos de aquellos submarinistas que en abril de 1982 fueron arrojados a la noche y la niebla, a desaparecer en el mar, único modo de que la tarea del submarino resulte efectiva. Una ficción: un discurso que opera allí donde la historia aún no ha podido tejer sus discursos.
Trasfondo cuenta, sí, la campaña del ARA San Luis (éste submarino, como el ARA Salta –las naves, de acuerdo a la tradición, reciben el nombre de una provincia que comience con “s”–, que la escritora conoció para hacerse una idea del escenario de su relato, fueron traídos de Alemania), pero a través de la experiencia de esos 39 días de navegación a ciegas, en la que los hombres a bordo dependían del oído del sonarista, de su destreza para distinguir un pesquero de un buque de guerra. La novela es un episodio de la guerra de Malvinas, y es, en su sinécdoque magistral, la guerra misma, aquellos días entre abril y junio de 1982 en que se navegaba a ciegas, con datos y voces que llegaban del exterior como rumores, como fantasmas.
Patricia Ratto publicó en 2008 Nudos, que transcurre en Tandil y tiene como protagonista a Manuel, un ex combatiente de Malvinas que prefiere, como sabemos de muchos de los veteranos, no hablar, callar. Y antes, en 2006, la misma editora publicó su primera novela, Pequeños hombres blancos, que transcurre en un pequeño pueblo de Chubut, durante la última dictadura, en el que el terror de estado es una reverberación, una agitación en el aire, casi un ruido. En estas primeras novelas Ratto ensayó esto que Trasfondo trae ahora con una precisión, con una “realidad” que abisma: le percepción de un exterior hecho de la vibración del sonido, la imposibilidad de poner en palabras eso que la Historia nos arroja en la cara, la idea de que andar por el mundo es despertar sus fantasmas.
Trasfondo es, por último, una novela sobre la espera de la guerra, la espera de la batalla, la espera de la vuelta, la espera de los 30 años que transcurrieron desde aquellos días de 1982 hasta hoy para que los hombres que fueron echados al mar contaran su historia. “Todo está siempre a la espera de que una vez más se lo ate al mundo”, la frase es de Yves Bonnefoy y es el epígrafe de Nudos, podría ser el de Trasfondo, o el de Pequeños hombres blancos, porque lo que este último libro completa es una suerte de trilogía que Patricia Ratto, quien responde las preguntas que siguen, ha hecho del sur, es decir, una trilogía de ese territorio descentrado, en espera.
Fotografía de Tefa Schegtel Torres 

Es como si Trasfondo viniera en dos partes. La primera, tu tarea de recolección de datos, es decir, el trasfondo “real” de la novela; la segunda, la narración misma, la de una misión que se cumple aunque fracase. ¿Cómo conociste la historia del ARA San Luis y a los tripulantes que entrevistaste?
—La historia me llegó en un acto de Malvinas, en 2009, en la Escuela Nacional Ernesto Sábato en donde doy clases. Allí había un veterano de guerra que contó que tenía diecinueve años cuando estuvo en el submarino y comenzó a relatar cómo había sido su experiencia; yo me interesé por su testimonio, pero como tenía que ir a dar clase a otra escuela me tuve que retirar. A pesar de lo poco que había escuchado, la historia hizo su impacto, quedó en mi cabeza, me rondaba todo el tiempo, no podía evitarla. Entonces me puse en campaña para tratar de localizar a esta persona, algo que me dio bastante trabajo, hasta que finalmente conseguí su dirección. Me reuní con él y –debo confesarlo– mientras lo escuchaba comencé a pensar en abandonar el proyecto, porque me di cuenta de que no se podía escribir esta historia si no se sabía mucho de cuestiones técnicas de la navegación y de la guerra, y cuestiones prácticas de la vida en el submarino. Además, un único testimonio era poco para una historia que tenía tantas aristas. Y desistí, sí, pero seguía sin poder olvidar. Creo que a los escritores las historias nos obsesionan, nos persiguen, a tal punto que uno puede llegar a dedicarle años a una sola novela, quedándose hasta la madrugada para escribir, robándole tiempo a la vida misma. Así que reconsideré y, allá por octubre de 2009, me fui a visitar el Museo de Submarinos. Pregunté si podía visitar un submarino, pero estaban en campaña. Entonces me volví a Tandil y entré en Internet, en una página de veteranos que se llama El Malvinense, y dejé un mensaje diciendo que tenía intención de contactarme con tripulantes del ARA San Luis, veteranos de Malvinas, para conocer mejor esta historia.
—Y hubo una respuesta a través de ese sitio de internet.
—Me contestaron dos de los tripulantes que en febrero de 2010 me acompañaron a visitar el ARA Salta, un submarino idéntico al San Luis. Y estos dos submarinistas se encargaron de ir contando mi proyecto de escribir una novela al resto de la tripulación, gente que incluso no estaba viviendo en Mar del Plata. Así conseguí entrevistar a la mitad de la tripulación y, a varios de ellos, en más de una oportunidad.
—¿En la novela hay mucha precisión acerca del funcionamiento del submarino, desde cómo es hacer snorkel hasta cómo se va al baño, o qué es un rumor hidrofónico, ¿cómo eran las preguntas que hacías a esos hombres?
—Entrevisté a tripulantes que cumplían diferentes funciones en el submarino, en diferentes localizaciones (el enfermero, el cocinero, el timonel, el planero, el torpedista, el motorista, el electricista, el técnico en computación, etcétera). Por lo general, le hice más de una entrevista a cada uno. En la primera, les pedía que me contaran lo que ellos quisieran. Luego, como ya tenía más información, mis preguntas apuntaban a confirmar hechos o a pedir aquellos detalles que me permitirían reconstruir literariamente la historia (por algo habla Roland Barthes, en La preparación de la novela,  del texto como un tejido de detalles). Las del sonarista fueron entrevistas clave, porque (eso lo fui entendiendo de a poco), el submarino es una nave ciega, nada se ve bajo el agua, todo lo que ocurre en el exterior debe ser reconstruido a partir de la escucha de un oído atento y entrenado que debe determinar, en segundos, si lo que oye es un submarino o un banco de krill, o tiene que contar las revoluciones de los motores para determinar el tipo de embarcación que la produce, si es una fragata misilística, un carguero, un portaaviones; sobre todo en esa época en que no había tantos adelantos como ahora, menos en Argentina.
—¿Y cómo recibían esas preguntas?
—Las recibían bien, creo que empezaron a entender el tipo de trabajo que yo tenía que hacer para llegar a sentir, ver y actuar como uno de ellos en esa campaña de 1982. En cierto modo, creo que las preguntas se convirtieron en un indicador de interés y de intención de hacer un trabajo serio.
—¿Qué hacen esos hombres ahora?
—Algunos están todavía en la Fuerza de Submarinos, otros se jubilaron, muchos se fueron de baja y trabajan en ocupaciones tan disímiles que van desde ser remisero a electricista de circo.
¿Cuál es la percepción que tienen los hombres que entrevistaste de la represión?
—Lo que más pesaba, a la hora de hablar del tema de la represión en las entrevistas, son las consecuencias que tuvo para ellos ser, por un lado, veteranos de Malvinas (parte de un fracaso que se quería olvidar) y, por otro lado, militares o ex militares, porque en general se los condenaba sin conocerlos, como se dice vulgarmente, “metiéndolos a todos en la misma bolsa”. Eso era en mayor medida lo que manifestaban.
Ya en Nudos habías abordado el relato de alguien que volvió de Malvinas, que hablaba de la maldita guerra y que callaba lo que había vivido: ¿cómo te parece que la escritura enlaza esas cosas que están en una y otra novela?
—En Nudos Malvinas aparecía narrada desde el presente, fundamentalmente desde las secuelas y cicatrices (físicas y de las otras) que había dejado en Manuel. En Trasfondo, la guerra aparece narrada desde el momento mismo de la guerra. Es un tema que ya me inquietaba cuando escribí Nudos, creo que por eso necesité ir hacia el pasado en busca de respuestas, para tratar de entender qué fue esa guerra. Yo tenía, por aquel entonces, la misma edad que ese primer submarinista al que entrevisté.
—¿Y cómo es la relación con tu propia experiencia: ese diálogo con esos hombres, cómo volvió en tu escritura, cómo dialogaste con ellos mientras escribías?
—Por un lado, en la mayor parte del tiempo que duró la escritura de esta novela, yo estaba atravesando un problema serio de salud, es decir, peleando mi propia pequeña guerra personal. Creo que eso me ubicó en un lugar de proximidad frente a un otro (que era el entrevistado) que también había vivido la experiencia de la amenaza, de la proximidad de la muerte.
Pero esa proximidad trajo también sus consecuencias negativas. Yo estaba muy atrapada por la historia y sentía la enorme responsabilidad de respetarla, de no traicionar lo que me habían confiado, porque estaba trabajando con un hecho histórico, y sobre todo porque estaba entrevistando a personas a las que les dolía revelar su historia. De alguna manera pensaba que tenía que responder a esa confianza que ellos habían tenido para conmigo, de exponerse y contarme cosas personales. Yo me había propuesto estar a la altura de ese testimonio que recibía y en un momento me pareció que no iba a poder escribir, esa responsabilidad me paralizó. Hasta que una charla que tuve con el editor y con mi amiga, la escritora Elsa Drucaroff, me vino bien, porque destrabó ese tema y yo entendí que mi oficio es escribir novelas –no crónicas periodísticas o libros de historia– y que, en última instancia, yo tenía que hacer eso: escribir una novela.
Entre Trasfondo y las novelas anteriores hay un cambio que se percibe en el tratamiento del espacio en la página, cómo aparecen los diálogos, el modo de detenerse en ciertas cuentas: los minutos que tarda un torpedo, las cosas que llevan, etcétera. ¿Por qué ese cambio?
—Creo que uno escribe, en cierto modo, para tratar de entender qué es la literatura, qué es escribir una novela, qué es, en este caso, escribir una novela sobre una guerra como Malvinas. En ese tratar de entender, uno realiza búsquedas en el terreno literario y lee, y entonces, finalmente, es inevitable que uno escriba atravesado por esas lecturas. Pero, a su vez, esos cambios en la escritura no fueron a priori, sino durante la escritura, en el sentido de que esta novela particular pedía (¡más bien reclamaba!) una forma diferente. Y allí hubo un par de cuestiones determinantes. Una de ellas, la cuestión del narrador, la construcción del relato como un largo monólogo en el que esporádicamente aparecen los ecos de las voces de los otros. No podía escribir eso como un diálogo tradicional, con sus guiones y puntos aparte, pues esas líneas de diálogo eran fagocitadas por el narrador, por decirlo de algún modo un poco voraz. Y, por otra parte, después de varias entrevistas se empezó a configurar en mi cabeza una idea de las percepciones y del tiempo dentro del submarino, muy diferente a la que uno tiene en la vida diaria. En los testimonios me llamó la atención que, dentro del submarino, no se accede a nada de la realidad exterior sino a través del sonido y del Sonar. Ellos no tenían manera de ver la luz del día, ni la de la noche, no veían el mar, ni el continente, ni las islas, ni otros barcos, ni nada. Y encima, en dos o tres oportunidades en que pudieron sacar el periscopio, sólo vieron niebla u oscuridad. Entonces comprendí que la percepción de la realidad se construía de un modo sumamente particular.
—Lo que trastorna también la percepción del tiempo.
—En las historias que contaban, aunque no lo decían explícitamente, había una cuestión con el tiempo, como si éste fuera elástico y, constitutivamente, otra cosa. Perdían la noción de cuándo era de día y de noche porque estaban encerrados en un lugar hermético, con luz artificial y, salvo en algunos sectores donde el cambio de luz era sutil cuando llegaba la noche, era difícil saber qué hora era. El tiempo del reloj pasó a ser algo artificial y absolutamente externo a las situaciones, por oposición al tiempo vivido en el propio cuerpo. En ese sentido, traté de hacer un trabajo con el tiempo desde lo literario, que va desde las variaciones en los periodos de la frase, hasta la fragmentación de las acciones en los momentos álgidos, para detener y dar, asimismo, idea de simultaneidad. En la novela no hay fechas: cuando las cosas pasan, pasan. Si bien al comienzo sí hay algunas referencias concretas: es domingo de Pascuas e incluso festejan un cumpleaños, luego, a lo largo de la novela, eso se va desdibujando. Los hitos temporales empiezan a ser otros, los que trae la propia guerra: antes y después del hundimiento del ARA General Belgrano, antes y después del primer lanzamiento de un torpedo, entre otros. El tiempo se construye, dentro del submarino y en la novela, teniendo como referencia los hechos que van ocurriendo
—Los hombres navegan a ciegas, hasta sus ruidos pueden crear “un sonido con firma”, es decir, un sonido que los identifica y delata al enemigo, como el bicho taladro que recuerda el narrador en las maderas de su casa y del que dice: “el ruido era el bicho”. ¿Cómo pensaste ese mundo en el que los oídos eran el sentido principal?
—Hay cuestiones, en esta novela, que parecen recursos literarios y en realidad no lo son. Uno de ellos es esa niebla que los hace desaparecer cuando parten de Mar del Plata, y esa niebla que les impide ver, las pocas veces que sacaron el periscopio. Eso fue así (iba a poner que “en realidad” fue así y cada vez me cuesta más hablar de “realidad”). Y está, por otra parte, la imposibilidad de ver hacia fuera del submarino (no hay ojos de buey, ventanas, o como se las quiera llamar, en un submarino). Eso es así, no es un recurso de la novela. Sin embargo, empiezo a pensar que quizá fueron esas cuestiones las que me hicieron interesarme por la historia. Ya en Pequeños hombres blancos había un trabajo en torno a eso que tenemos frente a nosotros y sin embargo no podemos ver, que acá vuelve a aparecer. De todos modos, en literatura uno no toma todas las decisiones, ni piensa absolutamente todo. Por eso después yo misma me sorprendo, cuando alguien me lo hace notar, de las coincidencias, de las constantes.
—El narrador lee un libro que podría aludir a Los Pichiciegos, ¿cómo influyó lo que se ha escrito sobre Malvinas, desde la novela de Fogwill hasta la de Carlos Gamerro (Las islas), en la escritura de Trasfondo?
—El narrador lee “La madriguera” de Kafka. Cuando empecé a escribir la historia del submarino y a meterme en el cuerpo y la mente del narrador, hubo momentos de la historia en que tuve la sensación de ser un animal amenazado, encerrado en una madriguera. Y ahí recordé ese relato y salí en su busca. Lo increíble fue que, cuando volví a leerlo, había tramos que parecían no hablar del animal, sino de mi narrador, como si algunas de esas escenas hubieran sido escritas, anticipadamente, para mi novela. Una novela que releí con atención mientras escribía fue Viaje al fin de la noche, de Céline (de ahí la escena del caballo de guerra que el narrador recuerda haber estado leyendo antes de partir). He leído, por supuesto, Los Pichiciegos y Las islas, dos excelentes novelas y, como creo que ya dije anteriormente, uno escribe atravesado por sus lecturas.


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