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viernes, 9 de octubre de 2009

bienvenidos a la luna





Todas las fotos pueden bajarse en alta definición desde el sitio de la Nasa.

El sexto número de Transatlántico, entre otras notas buenísimas, trae ésta. El periódico está dedicado al ciclo anual "Bienvenidos a la luna", que comenzó el 28 de marzo en el CCPE y evoca los cuarenta años de la llegada del hombre a la luna en 1969

La llegada del hombre a la luna fue también el fin de muchas historias de ciencia ficción y el principio de teorías conspirativas que subsisten a 40 años de la misión del Apolo 11. ¿Qué hay de la verdad que se esconde en esas teorías, centradas todas en el espectáculo mediático que supuso el primer alunizaje?

El 25 de mayo de 1961 el presidente John Fitzgerald Kennedy anunció su apoyo al programa Apolo en una reunión especial en el Congreso con estas palabras:
“Primero, creo que esta nación debe comprometerse para llegar a la meta, antes de que termine esta década, de colocar un hombre en la luna y hacerlo volver a salvo a la Tierra. Ningún otro proyecto espacial durante este período será más deslumbrante para la humanidad o más importante en el largo espectro de la exploración espacial; y ninguno será tan difícil o costoso de concretar”
“First, I believe that this nation should commit itself to achieving the goal, before this decade is out, of landing a man on the Moon and returning him safely to the Earth. No single space project in this period will be more impressive to mankind, or more important in the long-range exploration of space; and none will be so difficult or expensive to accomplish.”


Si se introduce “moontruth” en el buscador de YouTube saltarán tres o cuatro videos en blanco y negro. En uno de ellos vemos a Neil Armstrong descendiendo por la escalerita del Apolo 11 al tiempo que su voz, fritada por la transmisión desde la luna, blande la célebre frase: “Un pequeño paso para el hombre y un…” Pero entonces, en el horizonte de la luna, allá donde el espacio es un cielo negro que seguramente corona la Tierra, se desploma una batería de luces, y aparece un técnico con las corbatitas finitas de los años 60, la camisa blanca y los lentes de entonces. Y luego otro técnico, y la voz del supuesto astronauta que dice: “Tendremos que empezar de nuevo”.
El sitio promocionado en el video ofrece varias ofertas vía Amazon para comprar algo así como la historia de la conspiración que engañó al mundo con la llegada del hombre a la luna en julio de 1969. Nada de eso sería cierto. Todo se habría grabado en un set montado en el desierto de Arizona. Hace poco más de un año la Nasa encargó una encuesta y un once por ciento de norteamericanos estuvieron de acuerdo en que el alunizaje es un fraude. Bill Kaysing, Ralph René o Bart Winfield Sibrel, todos de dudoso pasado por alguna oficina cercana a la agencia espacial, lideran la teoría de la conspiración. Sus pruebas (los tambaleantes testimonios de un alto oficial retirado en Minnesota, un científico de una universidad de Utah o un taxista de Orlando) pueden llegar a desilusionar tanto como la noticia verdadera: la llegada del hombre a la luna cuarenta años después.
El Programa Apolo, que partió de la promesa electoral de John Fitzgerald Kennedy en 1960, después de que los rusos pusieran en el espacio a la perra Laika, consistía primero en llevar a un hombre a la luna y traerlo de vuelta a salvo; luego, en ganar la carrera espacial y misilística. Sus logros tuvieron acaso resultados más extensos en el segundo punto. “El interés público por los vuelos espaciales de los años sesenta —escribió J.G. Ballard en Vogue, en 1977— rara vez sobrepasó la tibia moderación (piénsese, por contraste, en nuestro enorme compromiso emocional con la muerte del presidente Kennedy y la guerra de Vietnam), y los efectos en la vida cotidiana han sido prácticamente nulos”. Ya entonces Ballard, que sostuvo desde siempre que la ciencia ficción debía mirar antes al espacio “interior” que el exterior, puso el acento en lo que el espectáculo del primer alunizaje —la televisión transmitiendo en vivo al mundo entero— venía a anunciar: “Han empezado a aparecer en escena unos mecanismos mucho más sofisticados, sobre todo los videojuegos y los microordenadores de uso doméstico. Juntos alcanzarán lo que considero la apoteosis de todas las fantasías del hombre a finales del siglo veinte: la transformación de la realidad en un estudio de televisión, en el que podemos desempeñar al mismo tiempo los papeles de público, productor y estrella”.
Al contrario de lo que sucede con la genética, una ciencia hacia “el interior” —para continuar con los argumentos de Ballard—, la astronomía y sus carreras espaciales, lejos de azuzar el misterio, lo disuelven: cuando Neil Armstrong descendió por la escalerilla del Apolo 11 y dijo aquello del paso del hombre y el de la humanidad silenció varias historias de ciencia ficción. Es que, a condición de no llegar, el hombre había estado siempre en la luna, Micromegas, Peter Schlemil y otros personajes clásicos no necesitaron naves para llegar, sino un estado particular del alma, el corazón o la mente. La luna, como señaló Roger Caillois en aquel librito que Sudamericana publicó en 1970, Imágenes, imágenes, nunca perteneció al espacio exterior, sino al paisaje terrestre, a los escenarios de la Tierra. Era una paradoja previsible que a cuarenta años de aquel hito la respuesta de Google a “el hombre en la luna” sean incontables entradas sobre la teoría conspirativa. Si en algún punto esa teoría roza el mito ese mito debería, veladamente, señalar una verdad. Y la verdad es que la tal teoría viene a decirnos que sí, que lo que hubo fue un inmenso set de televisión, pero que no estuvo montado en Arizona, sino en todo el mundo (el mundo de Vietnam, el de la guerra interminable de Medio Oriente). Como decía un viejo vaquero en un célebre film de John Ford de 1962 (Un tiro en la noche): “Cuando la verdad viene a destruir el mito en el oeste elegimos el mito”.

Descentrados
El 4 de septiembre de 1975 la televisión británica puso al aire Space: 1999, que un año más tarde se conocería en Argentina como Cosmos: 1999, protagonizada por Martin Landau y Barbara Bain y escrita y producida por Gerry y Sylvia Anderson, los creadores de las series Thunderbirds, Capitán Escarlata y UFO, entre otras. La serie, que volvió a emitirse a fines de los 90 en Inglaterra por la BBC2, retomaba la fábula lunar justo donde la había dejado Neil Armstrong o, para ser más precisos, donde la había dejado las pisadas de Eugene Cernan, el astronauta del Apolo 17 que fue el último hombre en pisar la superficie de la luna el 19 de diciembre de 1972.
Algo tienen en común Cosmos: 1999 y acaso una de las mejores novelas de ciencia ficción sobre la luna (motivo también de una película de los 50): Destination Moon, de Robert A. Heinlein, en la que el satélite terrestre es una cárcel planetaria. En Cosmos: 1999 los habitantes de la base lunar Alfa son también prisioneros en el satélite luego de que una explosión de residuos nucleares despidiera a la luna de su órbita y convirtiera a la gente de la base en navegantes inesperados de un enorme objeto celeste a la deriva.
Es decir, Gerry y Sylvia Anderson devuelven a la luna al espacio, la quitan de la esfera terrestre y la convierten en un bólido de fantasía.
Resulta por lo menos sintomático que en el universo de Cosmos: 1999, para que funcione como ficción —en el sentido de crear un mundo y dotarlo de misterio— deba desaparecer la Tierra como escena (los tripulantes de la base Alfa pierden todo contacto con el planeta luego de la explosión) y, por lo tanto, la luna deje de ser la luna y se convierta en una nave espacial.
Por otro lado, con la pérdida del lazo con la Tierra, por el cual la luna y la gente de la base Alfa queda en todo sentido “descentrada”, se pierde también el espíritu colonizador con el que arrancó la carrera espacial.

La era civil
La llegada del hombre a la luna, mucho más que la solitaria travesía de Yuri Gagarin en el año 1961, inauguraría, según los augurios del presidente Kennedy, una nueva era. Cosa que de algún modo resultó cierta en sus consecuencias tecnológicas, sociales y políticas. Pero fue una era política, civil, en el más prosaico y profano sentido del término, una era a la que se invocó en el gran salón del Congreso estadounidense cuando Kennedy (otro infeliz privilegiado del espectáculo mediático) dio su apoyo al proyecto Apolo.
“Tras echar un rápido vistazo al cielo —escribió Ballard en Vogue—, la gente dio media vuelta y volvió a entrar en su casa. Incluso los actuales vuelos de prueba del transbordador espacial Enterprise —llamado, por desgracia, como la nave espacial de Star Trek—, parecen poco más que un subproducto enclenque de una fantasía televisiva. Cada vez más, los programas espaciales se han convertido en la última antigualla del siglo veinte, tan grandioso pero tan anticuados como los clípers que transportaban té o la locomotora a vapor”.
En otras palabras, y escarbando un poco en nuestro humilde argumento, la llegada del hombre a la luna inauguró una nueva era en el llano de la historia, pero no significó la creación de un nuevo calendario.

El vértigo
La ficción de Cosmos: 1999, en este sentido, es esclarecedora: con la luna salida de la órbita terrestre y convertida en astronave, con su propuesta liminar del tiempo (es el 1999 pero del año 1975; no el 2000, no el siglo por venir, sino el eterno presente de la inminencia, de algo que se salió del almanaque y del espacio), el relato venía a enseñar otro lugar y otro tiempo para la fabulación lunar.
Si bien las historias y la iconografía de Cosmos: 1999 no tienen siempre la más feliz de las resoluciones (los capítulos emitidos en las dos temporadas que van desde 1975 a 1978 trepan con dificultad las cimas de la serie Viaje a las estrellas o los diseños del film 2001, Odisea en el espacio, de 1968), su planteo original devuelve a la ciencia al terreno del vértigo. Como escribió Caillois en el librito citado: “El relato de anticipación refleja la angustia de una época que tiene miedo ante los progresos de la teoría y la técnica. La ciencia, al cesar de representar una protección contra lo inimaginable, aparece cada vez más como un vértigo que nos precipita en él”. De hecho, las fantasías del siglo en torno a la ciencia se escurrieron en las especulaciones sobre la biogenética, la realidad virtual o la biopolítica que son, dicho sea de paso, el sustrato de las series de televisión actuales como Lost, Fringe o 24. La carrera espacial ha aportado hasta ahora las marquesinas de unas bases misilísticas en la estratósfera y un campamento montado en la luna como si fuera el residuo de una colonia abandonada antes de nacer.

El resplandor
Está aquella mala película de Peter Hyams, Capricornio Uno (1978), con Elliott Gould y James Brolin, en la que la CIA y la Nasa falsean un aterrizaje en Marte, basada, claro, en las teorías conspirativas que aseguraban que el primer alunizaje había sido filmado en un set de televisión montado en el desierto de Arizona. Y está el falso documental (“mockumentary”) Dark Side of the Moon, una producción francesa dirigida por William Karel y puesta al aire en 2002 con el título Opération Lune. En su argumento el falso documental no niega que el hombre haya llegado a la luna, sólo postula que las imágenes que el planeta vio en vivo por televisión habían sido trucadas en un estudio de filmación y que su director era nada menos que Stanley Kubrick, quien había cumplido ya con la sentencia de nuestro poeta Conrado Nalé Roxlo cuando se enteró de la epopeya lunar: “Es el triunfo de la historieta”, dijo entonces. Roxlo insinuaba que el Apolo 11 no descubriría más de lo que ya habían descubierto Buck Rogers y otros héroes de las viñetas. Karel, con entrevistas descontextualizadas a Henry Kissinger, Donald Rumsfeld, Alexander Haig, Buzz Aldrin (quien montaba la bandera estadounidense en el primer campamento lunar) y la viuda de Kubrick, va tras los rastros físicos del estudio donde se filmó el primer alunizaje y sostiene lo que ya postulamos en estas líneas: que lo importante, antes que el éxito de la misión lunar, era su efecto mediático.
El falso documental de Karel cosechó el elogio y el consentimiento de quienes vieron en su artificio la confirmación de la teoría de Jean Baudrillard sobre la “híper-realidad”. Curioso que el filósofo francés que declaró que la (primera) guerra del Golfo (1991) no había existido porque fue cegada a los medios, recuperara de repente y en 2002, casi un año después de los ataques a las Torres Gemelas el 11 de septiembre de 2001, el crédito de una película fabricada en base a los delirios más corrientes de los norteamericanos que ven en el estado una afrenta a su religión personal.
En “Luna nueva”, el poema de Alan Sillitoe traducido por Mirta Rosenberg y seleccionado por ella y por Liliana García Carril para esta edición de Transatlántico, el poeta dice: “Desde que los hombres plantaron banderas/ chillonas sobre su secreta geología/ y enviaron cámaras para explorar todos sus rincones,/ la luna se ha vuelto lesbiana;// ahora se la ve más brillante en su hambre de mujer/ y con toda determinación ha hecho de la Vía Láctea/ su amante: la tierra ya no le interesa”. No es otra cosa lo que plantea Cosmos: 1999, una luna otra vez ajena y lejana, con navegantes que no pertenecen al futuro ni al pasado, sino que han sido desplazados en el tiempo y el espacio por lo mismo que la luna trajo desde siempre en la inminencia de su resplandor.

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