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lunes, 21 de noviembre de 2016

la cándida historia

Como decía el más citado de los escritores argentinos, hay libros que buscan sus lectores; pero también están los libros que buscan sus autores.
Hace 150 años, el 22 de septiembre de 1866 las fuerzas paraguayas derrotaron a las de la Triple Alianza –que conformaban los ejércitos argentino, comandado por Bartolomé Mitre; brasileño, al mando de Pedro II, y el uruguayo, que tenía al frente al fratricida Venancio Flores– en la batalla de Curupaytí, una de las confrontaciones más sangrientas de toda esa guerra –que duró cinco años y diezmó al Paraguay– y el único gran combate ganado por los paraguayos. De los 800 soldados que formaron el batallón Guardias Nacionales que salió de San Nicolás en 1865, sólo regresaron 83. En ese batallón había un pintor, Cándido López, que en esa batalla perdió su mano derecha por una esquirla de granada: primero le amputaron la mano, luego, debido a una infección, parte del brazo.
También, en ese batallón había un médico, en realidad, un estudiante del último año de Medicina en Buenos Aires. Era rosarino, se llamaba Teodesio Luque. Fue quien tuvo que amputarle la mano a López.
El primer hombre malo
Imagen tomada de Flickr.

Tataranieta, bisnieta, nieta e hija de médicos, María Luque (Rosario, 1983) conservó bajo su cama el cuadro de su tatarabuelo Teodesio extraído de un daguerrotipo que ella atribuye al mismo López, quien en su juventud, antes de enrolarse en San Nicolás como teniente segundo, había practicado la fotografía junto con un fotógrafo francés que recorría entonces las provincias ofreciendo sus servicios. “Mi carrera de pintor estaba estancada. No tenía dinero para seguir estudiando en Europa. Tampoco tenía esposa ni hijos, ni siquiera una novia. Ir a la guerra era lo más noble que podía hacer”, dice un ficticio Cándido López en “La mano del pintor”, la increíble novela gráfica que María Luque dibujó y escribió atrapada por esta trama en la que se cruza la historia familiar, la nacional y eso que convendremos en llamar la contemporaneidad.

     

Así, el argumento del libro –Luque participó de varias publicaciones como historietista, imparte encuentros de dibujo y es organizadora de movidas importantes sobre dibujo, pero esta es su primera novela gráfica– es, por un lado, bastante “cándido”: López se aparece en la casa de María Luque, hoy día, pidiéndole que complete las 38 pinturas al óleo que él no pudo terminar en vida en base a los bocetos que hizo en sus libretas sobre la guerra que vio y libró (tras perder su mano derecha dedicó un año entero a reeducar su izquierda para poder realizar sus pinturas). La novela vendría a ser así el relato de ese encuentro. Los dibujos de Luque juegan, se complacen con los diseños de Cándido López, que pintaba en tamaños inusuales unos paisajes descomunales, en formato muy apaisado, con escenas de la guerra en la que los soldados son unas figuras pequeñas aunque con detalles diminutos y terribles. “Sus cuadros bélicos curiosamente no transmiten una emotividad bélica, ni mucho menos sufrimiento; más parecen ser una serie de valiosas "postales". Cándido López parecía intentar evadir el sufrimiento pintando curiosas escenas en las que a veces su mirada buscaba reposar en el paisaje natural, impasible y neutro donde la tragedia ocurre”, la cita es de Wikipedia y transmite con precisión el procedimiento del pintor y, también, lo que María Luque capta de esos cuadros.
Dice María Luque: “Tenía la parte de la historia que me contaba mi papá sobre Teodosio. Eran las cosas que él recuerda e incluso su papá le contaba a él. Y después, hace unos años empecé a documentarme con libros sobre la guerra, escritos por historiadores en el siglo XX. Después, cuando empecé a juntar material para el libro traté de documentarme con material de la época. Porque como quien me cuenta la historia es Cándido, no quería que tuviera esa visión que nos da la distancia. Quería que fuera la visión de alguien que había vivido ese momento. Entonces leí un “Diario de la Guerra del Paraguay” que fue saliendo a fines del siglo y trae un montón de cartas que los soldados le escribían a sus madres, a sus novias, poesía, recuerdos de gente que estuvo en la guerra. Incluso Cándido también tenía bastante escrito en sus libretas, donde tomaba apuntes”.
Pasaje del arroyo San Joaquín (Corrientes). Pintura de Cándido López en www.SanNicolas.gov.ar.
Fotografía de Romina Zanellato.
Distancia

Hay libros que son maravillosos por sus tramas, sus temas, su estilo, por la captura de una época. “La mano del pintor” es maravilloso por su tratamiento de la distancia: al fin y al cabo son dos dibujantes que se encuentran. Ese es el primer gran hallazgo. El Cándido López que creó Luque en sus páginas es un muerto que recuerda su amistad entre los soldados en los campamentos, que no olvida sus penurias de pintor y que la acompaña al supermercado chino donde el cajero le da el cambio con caramelos.
A su vez, la “candidez” del dibujo de Luque –trazos que no tienen perspectiva, que apenas cuidan el detalle documental o fisiológico– nos lleva todo el tiempo a sopesar el artificio en el que nos hemos metido; sin embargo, la fascinación sucede, acaso por las escenas domésticas en las que la Luque personaje descubre que no hay más yerba en la casa o está enfrascada escaneando algo en la computadora mientras López habla. En realidad, lo que funciona es, precisamente, esa cotidianidad: la guerra es algo lejano, el mismo López la alejó en sus óleos al pintar una luna blancuzca que ilumina el campamento dormido o el estero imponente donde unos soldados diminutos se baten hasta la muerte. Y todo eso tiene el trasfondo de un relato familiar.
La contratapa de “La mano del pintor”, que es la sinopsis que escribió María Luque como único plan de su libro, leemos: “Mi tatarabuelo Teodosio Luque cursaba el último año de Medicina cuando fue enviado a la Guerra del Paraguay. En la batalla de Curupaytí tuvo que amputarle la mano a un soldado para salvarlo. Era Cándido López, el pintor, y la mano herida era su mano hábil”.
Dice María Luque: “No hice bocetos, cada página la fui trabajando directamente, hay un poco de material de descarte. Pero no hay más dibujos que los del libro. No tenía tampoco un guión. Sí tenía pensadas divisiones de capítulos: en este va a llover, en este otro vamos a tener hambre y vamos a ir al supermercado, en este se muere un soldado. Iba dividiendo los capítulos por temas y me resultaba más fácil ir trabajando en esa extensión, de a 12, 16 ó 24 páginas. Era la primera vez que hacía un trabajo tan largo así que me abrumaba un poco pensar en un libro completo, pero me ayudaba ir pensándolo en bloques chiquitos”.
Le preguntamos: ¿Pensaste en esta particularidad del nombre Cándido, en su significado y en lo que transmite su estilo y también tus dibujos? ¿No hay algo ahí en torno a la candidez? Mostrar una guerra en imágenes al óleo cuando era también fotógrafo, mostrar el paisaje antes que los muertos y heridos?
—Su nombre le queda bastante bien. Es increíble que lograra con esas imágenes de una guerra tan terrible –que si bien pueden ser abrumadoras cuando uno se acerca y empieza a ver los detalles o las pequeñas situaciones que hay. Si se las mira de lejos son imágenes donde el paisaje siempre prevalece, o se ven las escenas chiquitas rodeadas de una naturaleza gigantesca. Logra ahí un equilibrio que me parece súper importante para contar lo que él quiere, porque si fueran imágenes donde se ve de cerca a un soldado recibiendo un disparo no hubieran tenido el efecto que producen. Me parece que ese equilibrio que él logra al contar algo terrible de una manera hasta hermosa, esa contradicción es lo que tanto fascina de su obra.
“La mano del pintor” es también un esbozo sobre el arte, sobre los patrones culturales que legitiman la deriva de una obra. Toda esa gigantesca operación estética que fue la obra de Cándido López, el pintor manco, el pintor soldado, el pintor pobre rodeado de doce hijos, el pintor que un 22 de septiembre de 1887, tras haberle escrito una carta a Mitre, logar que el Estado le compre por 11.000 pesos una treintena de sus obras para exponerlas en el museo Histórico Nacional.
Sobre el final del libro, el López de Luque conversa en una mesa de un bar de Buenos Aires con sus amigos artistas y les pide una recomendación para exponer en París. Le responden: “¿Vos querés mostrar ahí?” “¡Se imaginan las pinturas de soldaditos en la galería!” “Sería un festín para los críticos”. “Lo tuyo va bien para el museo Histórico”. “Pero olvidate de ser un artista”.
Dice María Luque: “El 22 de septiembre es una fecha que para Cándido fue siempre muy significativa porque ese día fue el de la batalla de Curupaytí, donde tuvo ese accidente. Años después, en esa misma fecha se casa con Emilia Magallanes que fue la madre de sus doce hijos y también un 22 de septiembre recibió la confirmación de que el Estado argentino iba a comprarle algunas de sus obras sobre la guerra. Incluso su nieto, en un libro que escribió sobre Cándido menciona la importancia que para él tenía esa fecha”.
En “La mano del pintor” se sopesa esa precisión junto con la deriva diaria del día de la María Luque convertida en personaje. Y también es eso lo que vuelve cercano lo lejano.


Amistades de museo

En el museo Histórico Provincial de Rosario Julio Marc está la bandera argentina (el Estado argentino, tal como lo conocemos, tenía poco más de una década cuando se declara la guerra al Paraguay) que llevó el abanderado rosarino Mariano Grandoli en la batalla de Curupaytí. María Luque inventa una amistad entre Cándido y Grandoli e, incluso, le hace decir al joven abanderado –tenía poco más de 17 años cuando muere–, antes de la batalla, que tiene la sensación de que será de los primeros en caer.
Dice María Luque: “Grandoli siempre fue un personaje que me fascinó mucho porque en el museo Julio Marc está la bandera que él llevaba, hay mucha documentación e investigué bastante en ese museo, entonces tenía muchas ganas de incluir a ese personaje aunque no tengo certeza de que haya sido amigo de Cándido”.
De Cándido López sabemos que murió en Baradero, Buenos Aires, donde administraba uno de los campos de la familia de su esposa, el 31 de diciembre de 1902. Había logrado comprarse una quinta en Merlo (Buenos Aires) con el dinero que el Estado le pagó por sus cuadros y llegó a tener su estudio en Capital Federal.
De Teodosio Luque cuenta su tataranieta: “Era de Rosario, estudiaba Medicina en Buenos Aires y después de la guerra –a la que llegó con 33 años– fue uno de los que ayudó a fundar la facultad de Medicina de Córdoba. Y se dedicó a eso. Escribió algunos libros sobre su especialidad y casi todos sus descendientes se dedicaron a la misma actividad: mi abuelo, mi papá; y con mis hermanos cortamos esa tradición”.
Como decía el más contemporáneo de los filósofos franceses: “No hay medicina sin historia”.

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