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lunes, 22 de agosto de 2016

parís y bruselas


Verne y Schuiten
En 1989 se descubrió por azar una obra temprana de Julio Verne, de la cual se tenían vagas referencias.
París en el siglo XX, se titulaba esta novela de anticipación escrita antes de 1863, probablemente en 1860, en pleno Segundo Imperio. La obra que había sido rechazada por su editor, Hetzel, alegando torpezas en la ejecución y puerilidad en la concepción, carece del élan del Verne triunfante, con su exaltación de la técnica y de la ciencia. Es más: es resuelta y sentimentalmente pesimista.
La obra pública de Verne es uno de los rostros –el positivista– del sueño de un siglo que quiere reconciliar la realidad y la Idea. Con distintos medios Verne, Hegel, Marx, creyeron posible tomar el cielo por asalto.
El agonista de Paris no es un científico, sino un poeta burlado y desdeñado por aprendices de ingeniería, de matemáticas, de economía.
La electricidad, que el siglo XIX desarrolló bajo la advocación de la economía, pero bajo la sombra de un mito, el fantasma conmovedor de la transparencia universal, que goza de la irritación fulminante de los sentidos, está presente en todo el relato, pero con signo manifiestamente invertido: Michel, agonista principal, llega exhausto al depósito de cadáveres y ve en un rincón un aparato eléctrico destinado a devolver la vida a los ahogados: “De nuevo la electricidad”, exclama y huye de ese Paris que Verne fecha en 1960.
Penetra entonces en Notre-Dame y contempla el altar, resplandeciente de luces eléctricas.
Vuelve a huir hacia los cementerios, perseguido por el estruendo de un concierto eléctrico de doscientos pianos, comunicados entre sí por la corriente administrada por un único ejecutante.
La primera edición francesa del libro fue ilustrada por 17 planchas del dibujante y arquitecto belga François Schuiten.
La que abre la serie, influenciada sin duda por el relato de Verne, pero también por Metrópolis de Fritz Lang, y quizá por los grabados de Paris de Meryon, extraños y amenazantes, dibuja personas que parecen diminutas en contraste con la altura de los edificios; también muestra la enormidad de un arco de metal, cuyos pesados soportes verticales se comunican a través de un puente peatonal vuelto irrisorio ante la parte superior del arco, curva fría, maciza, opresiva.

La última plancha, la más original y sobrecogedora, fue sugerida por la escena final de la novela, que transcurre en el cementerio del Père Lachaise.
En primer plano, de pie sobre algo que puede ser un cenotafio, se yergue un ángel, rígido bajo la nieve nocturna que cae, implacable; la cabeza se inclina hacia Paris, situado más abajo, mientras aferra con su mano una espada: quizá ícono del ángel de la venganza. Cae la nieve sobre todo, mientras en el cielo permanecen suspendidos globos eléctricos y la punta de un faro se eleva hacia el cielo, penetrando en la masa helada que continúa cayendo.
Verne practica, no sin cierta torpeza, un conocido y eficaz recurso: la multiplicación hiperbólica.
Un piano eléctrico, no dice nada; doscientos ya es número insoportable. Casi involuntariamente, imagina algo verdaderamente atroz: a cinco metros de las casas de los bulevares, forman parte de la exhuberante red ferroviaria columas de hierro galvanizado que se apoyan, mediante arcos transversales, sobre las casas colindantes. Con semejante decorado, ¿quién podría practicar la flânerie?
Mientras los trenes surcan el aire con fantástica rapidez, hoteles inmensos alojan hasta veinte mil personas.
El invierno de 1961 a 1962 fue excesivamente crudo; superó a los inviernos de 1789, 1813 y 1829. La gente caía muerta en las calles, agobiada por el frío pero también por el hambre. Los coches no podían circular, los ferrocarriles se detenían y los maquinistas debían abandonar rápidamente las locomotoras, para no caer muertos. El Sena, completamente helado, parecía una calzada más. La nieve alcanza los setenta y cinco centímetros de espesor. Durante quince días sucesivos, el termómetro cae veintitrés grados bajo cero.
Michel, poeta laureado y befado, en la última escena del libro se desvanece sobre la nieve acumulada sobre el Père-Lachaise. “¡Oh, París!”, son sus últimas palabras.
Esta escena es la inversión exacta de una de las más célebres de la literatura francesa, también escena final. Me refiero a Le père Goriot de Balzac. Transcurre también durante un invierno, aunque más clemente, durante la Restauración, en 1819-1820.
El joven y ambicioso Eugène de Rastignac acompaña al Père-Lachaise el cortejo que lleva el cadáver del pobre Goriot. No tiene ni una moneda para darle una propina a los sepultureros; humillado debe pedirle veinte centavos a un criado, Christophe; luego se dirige hacia lo alto del cementerio.
Vale la pena transcribir las últimas líneas que Balzac firma “Saché, septiembre de 1834.”
“Rastignac, permaneció solo, dio algunos pasos hacia lo alto del cementerio y vio París tortuosamente acostada a lo largo de las dos riberas del Sena, donde comenzaban a brillar las luces. Sus ojos quedaron suspendidos, casi ávidamente, entre la columna de la plaza Vendôme y la cúpula de los Inválidos, allí donde vivía ese bello mundo en el cual había querido penetrar. Lanzó, sobre esa colmena que zumba, una mirada que parecía chupar la miel de antemano, y dijo estas grandiosas palabras: ¡A nosotros dos, ahora!”

* * *

La historieta que inaugura Las ciudades oscuras de Schuiten con guión de Benoît Peeters, se llama Las murallas de Samaris.
En el epílogo Peeters cuenta el método, basado en la generalización de un estilo, el amable y frágil Art-Nouveau, que en las grandes ciudades creó islas en el mar gris y funcional de la ciudad moderna.

Mientras el Art-Nouveau permaneció como una alternativa entre otras, en tensión con la desnudez de la ciudad industrial, en tensión utópica, puedo agregar, con un entorno múltiple, dinámico, contrastante en extremo, señalando un horizonte de belleza presentida e irrealizable, como la entrada de la casa Tassel de Bruselas, podía ser, con sus fachadas, sus vidrieras, sus esbeltos copones, diré, con una pizca de exageración, un sutil espíritu del aire.
Pero ¿imaginamos una ciudad como la que dibuja Schuiten, esa Xhystos que contrasta con la lejana e inquietante Samaris, que va configurando incitado, estimulado, guiado por Peeters?
Una ciudad en la que todo, absolutamente todo, ropas, utilería, transportes, edificios por dentro y por fuera, caminos y diseños, planos bajos y planos altos, es Art-Nouveau.
Se me ocurre que un estilo sin dies natalis, sin natalicio, ni eclipse ni posibilidad de resurrección, no es un estilo, es un monstruo que ahoga.
Al agonista de la historia, Franz (obvia alusión a los pasivos y resignados personajes de Kafka) quien debe viajar a Samaris, un amigo, tras intentar disuadirlo de emprender una aventura tan riesgosa e incierta, le confiesa, en el momento de la despedida, que Samaris “nos ahoga.”
Peeters ha dicho que Xhystos es invivible y nos recuerda que Victor Horta, luego de construir una casa sublime, no tardó mucho en abandonarla.
Conviene retener las últimas palabras de Peeters: “La fascinación por la lejana Samaris, la dificultad de dejar Xhystos, la melancolía de Franz, todo esto todavía nos toca.”
(Fascinación, inmovilidad, melancolía, son nombres de uno de los trayectos más insidiosos de la modernidad.)
No se puede dejar Bruselas, envuelta en sus futuros composibles, esa supuesta falsificación de París, como diría Baudelaire, sin entender que para él y sus contemporáneos París era ya la nostalgia de un París inexistente y que, por añadidura, la inexistencia nos salva, no se puede dejar Xhystos-Brüssel sin añorar una lejanía que es por entero un trompe-l’oeil, tal y como lo afirma Peeters.
Samaris es sin solución de continuidad un gigantesco bastidor de teatro: cuando uno entra allí, se pierde en su infinita monotonía, se pierde en corredores que semejan construcciones árabes, españolas, renacentistas, yuxtapuestas sin cesar.
(Contemplada desde lejos, Paris también está entre el ahogo y el trompe-l’oeil que se estrella contra el desierto.)

El encuentro con el objeto que nos fascina, nos destruye. En la última escena, Franz, tras desconocer y ser desconocido por la ciudad a la que retorna, vuelve a Samaris sin saber si encontrará otra cosa que un desierto inacabable.

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