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"I don't want to belong to any club that will accept people like me as a member." Groucho Marx en Groucho and Me (1959).

viernes, 7 de noviembre de 2014

el gran negador

Al releer La sociedad del espectáculo (a poco de empezar ya encontramos cosas así: "La sociedad que reposa sobre la industria moderna no es fortuita o superficialmente espectacular, sino fundamentalmente espectaculista. En el espectáculo, imagen de la economía reinante, el fin no existe, el desarrollo lo es todo. El espectáculo no quiere llegar a nada más que a sí mismo"), me pareció indispensable repasar el prólogo de Christian Ferrer a la edición del año 2011.  
Imagen tomada de Librería Aguilar.


Debord. Poco antes de finalizar el año 1994 Guy Debord se suicidó. La noticia pasó inadvertida. Pero es justamente esta omisión involuntaria la que hace justicia a uno de los pocos pensadores auténticos del siglo, porque desapercibir un hecho importante es casi condición de existencia para periodistas y académicos, conscientes de que la pertenencia al aparato cultural de un país supone un acuerdo acerca de lo que no debe ser leído ni pensado.
Pero en este caso la temporalidad de la noticia es espuria: no indica que, con el pasar del tiempo, se haya perdido el interés por Debord o por su obra, pues mucho tiempo antes de acabar con su vida Debord se había destituido a sí mismo de la vida espectacular, es decir, de la vida tal cual la aceptamos en la actualidad.

Guy Debord fue un pensador auténtico porque fue un hombre consciente de la potencia del espectáculo. En un mundo donde diariamente millones de miradas encajan blandamente continuas radiaciones de estímulos visuales es difícil hallar personas capaces de penetrarlas. En Debord confluían una poderosa mirada analítica y el maceramiento de la experiencia histórica de los réprobos. Su libro más conocido, La sociedad del espectáculo, publicado en 1967, intentó ser un aviso sobre el cambio radical que estaban sufriendo las medidas de referencia acostumbradas para el tiempo y el espacio humanos. Apenas comprenderíamos el alcance de esta pérdida si la aceptamos como una catástrofe de los sentidos: las transformaciones de las dimensiones antropológicas y de los escenarios que nos eran habituales son acontecimientos cuya potencia apenas hemos experimentado porque su magnitud aún no ha advenido por completo.

Porque La sociedad del espectáculo fue dado a conocer no solamente como una sentencia contra su época sino también como una panorámica en profundidad de la misma es que hoy podemos considerarlo un libro clásico. Un “clásico” no es sólo un libro capital o una obra magna o una creación misteriosa sino también un yacimiento en el cual pueden seguir hallándose vetas, décadas –o siglos– después de escrito. Libros que dan esta talla, en los casos más afortunados, son médiums que vinculan a los ancestros con los posteriores. No suele considerarse a la profecía un género crítico, salvo cuando acierta un pleno. Pero conceder a Debord el rango de “anticipador” del despliegue del espectáculo nos conduciría más al entusiasmo del faccioso o a la vanidad del arqueólogo de las ideas que a la esencia de su obra. No es la clarividencia sobre el porvenir sino el descarne del tema lo que explica que el libro de Debord participe de un linaje especial de libros: el de los clásicos secretos. No es inhabitual que este tipo de obras se escriban mientras se vagabundea. Para comprenderla, es preciso tener en cuenta, para beneficio de inventario, la aventura situacionista, que no fue sino un esfuerzo más para encontrar ese grial singular: la fórmula mágica para destruir el mundo conocido. Guy Debord quiso destruir la sociedad que le tocó en suerte, y esa pretensión pertenece al rango de los gestos de amor. Porque los torpederos de una época son también los que la aman más intensamente.

Espectáculo

Cada época promueve una determinada distribución corporal de la energía psíquica. El alcance personal y social de la memoria, la percepción y la imaginación queda, por tanto, subordinado al organigrama energético que la cultura inocula en cada cuerpo; y a la celeridad e intensidad con que éste logre repelerlo. Guy Debord llama “espectáculo” al advenimiento de una nueva modalidad de disponer de lo verosímil y de lo incorrecto mediante la imposición de una separación fetichizada del mundo de índole tecnoestética. Prescribiendo lo permitido y conveniente así como desestimando en lo posible la experimentación vital no controlada, la sociedad espectacular regula la circulación social del cuerpo y de las ideas. El espectáculo, si se buscan sus raíces, nace con la modernidad urbana, con la necesidad de brindar unidad e identidad a las poblaciones a través de la imposición de modelos funcionales a escala total. Sería necesario volver a la segunda década del siglo XX para fijar el lugar de emergencia tecnológico e institucional del espectáculo actual. El nazismo, el stalinismo y el fascismo sólo se adelantaron a su época, y lo hicieron con la torpeza política y la brutalidad disciplinaria que definen a todo régimen emergente: hoy, es preciso rastrear esas ambiciones totalitarias (a saber, la gestión total de la vida desde la regulación del lenguaje hasta el mapeo genético) en sociedades legitimadas por maquinarias electorales.

No es éste un mundo desencantado. La ilusión es más resistente y necia que cualquier análisis de los hechos. Los “saltos” tecnológicos son nuestros actuales milagros; la conexión diaria a las redes y pantallas, nuestra comunión en misa; los nostálgicos del general Ludd, nuestros herejes; la adquisición de accesorios para el hogar, el progreso en la pureza de nuestra fe; el rechazo a creyentes y nacionalistas, nuestra prueba espiritual; el forzamiento acelerado de las fuerzas productivas globales, nuestra última cruzada; la antena parabólica, nuestra aguja de la cruz; las veinticuatro horas continuas de transmisión, nuestro carillón canónico; si antes nos redimía el cielo, hoy nos emancipamos por control remoto. Una nueva cosmogonía. La historia humana ha conocido diversas concepciones y experiencias del tiempo y el espacio; ahora, las cartas náuticas son sustituidas por frecuencias de ondas; las proyecciones planisféricas, por scaneos satelitales instantáneos; las medidas espaciales, por ritmos informáticos y audiovisuales; los aparatos ideológicos de Estado, por el montaje y diseño de imágenes preprogramadas; la guerra de trincheras en el frente de la “conciencia”, por batallas de audiencias que culminan en sanciones estéticas. En todas partes, la diagramación de la mirada y la transformación de la velocidad en tiempo inmóvil requieren de nuevas estrategias de control social y de nuevos guardarropas para la verdad. No sería desacertado llamar al espectáculo una fe perceptual. El sistema de dominio espectacular se expande autocráticamente, al igual que lo hacía el sistema pedagógico para anteriores generaciones, es decir, como avanzadillas militares sobre espacios humanos no regulados: a todos quiere concernir, a nadie quiere dejar librado a sus propias potencialidades. El imperativo autocrático de nuestra época requiere de tecnologías sofisticadas y de burocracias especializadas en el arte de la vigilancia, tanto como de mnemotécnicas específicas para el olvido de la historia. En el extremo, la memoria histórica es forzada a pasar a la clandestinidad y el ojo a despegarse de su cuenca.

Es lugar común académico juzgar al pensamiento sobre el espectáculo, la tecnología o la televisión partiendo de oposiciones del estilo público y privado, mercado y estado, abierto y cerrado, apocalipsis e integración, soslayando la inclusión de la barra que regula los extremos en un dominio mayor. Así también, los analistas políticos perfilan a las opciones partidarias y los teólogos al legado de Maniqueo. Esas oposiciones confunden el pensamiento sobre las relaciones entre técnica y sociedad. No se trata de fomentar el pesimismo cultural sino de pensar el modo en que ese vínculo es absorbido por las instituciones así como el modo en que mundos hablados o sentidos son enviados a su ocaso, pues la misión de la sociedad tecnoespectacular no consiste en permitir o retrasar el progreso, sino en conducir a la humanidad a un estadio diferente de dominación. Es nuestra imagen de mundo el material que forja los barrotes del pensamiento binario. Retraído hacia el lado oscuro de lo pensable, el espectáculo guarda el secreto que lo explica, tanto como el Estado guarda el suyo, y la mercancía también. Cuando se afirma que los medios masivos amplían las posibilidades comunicativas del género humano y sacian su sed de saber se le concede sex-appeal a los recursos tecnológicos de una época. Pero la sociedad audiovisual es una lingua franca que debilita modos de sentir previos y descalifica, por principio, a la comunicabilidad humana misma. Esta misma no se sostiene en la capacidad fisiológica de hablar, ni en definiciones de diccionario, ni en la estructura lógica de las proposiciones sino en los rastros de memoria y de significatividad que fluyen y despliegan el mundo. El espectáculo desdeña la experiencia vivida, la actividad conversacional y la sociabilidad espontánea, es decir, desestima la reunificación de la comunidad como movimiento inventivo de sí mismo. Por eso, en la interpretación del espectáculo, lo que define a las políticas de la teoría es la lucha entablada a favor o en contra de la representación separada de la experiencia humana. Guy Debord pertenece a la estirpe de aquellos que suponen que lo que es experimentable no puede ser representado, y que la contemplación de simulacros o la estimulación sensorial por medios técnicos son sucedáneos vitales decididamente insuficientes.

Vanguardia 

Había nacido en París. Aunque muchas veces pase inadvertido, el reino de la negación existe, y es nación nómade y cosmopolita que de tanto en tanto se instala en un lugar propicio. No siempre lo albergan ciudades; a veces le basta un barrio, una calle o una casilla de correo. En la década de 1960, París era una de sus capitales y Guy Debord uno de sus estadistas, como André Bretón lo había sido tres décadas antes. La hermandad a la que Debord se integró buscaba, en propias palabras, “una autonomía sin restricciones ni regulaciones”. No la consiguieron, pero, en el camino, les fue concedida una porción de libertad, la de inventar acontecimientos y verdades inaceptables. Al organizar y liderar al situacionismo, última vanguardia del siglo XX, Debord se convirtió temporariamente en el capitán de un buque sin bandera.

Es 1945 y la guerra ha terminado. En la orilla izquierda del río Sena el aparato cultural reúne sus fuerzas dispersas y asume su puesto de conciencia política de Occidente. Mientras tanto, Isidore Isou, un oscuro exiliado rumano de origen judío organiza su propio estado mayor, el “letrismo”, e invita a unos pocos lúmpenes de la cultura a seguirlo en su cruzada renovadora del espíritu vanguardista. Hacía tiempo que el surrealismo y el dadaísmo habían dejado de chamuscarse los dedos, y sólo los entusiasmos de una tercera generación y la incombustible fe de los grupúsculos anarquistas garantizaban la débil continuidad de la revuelta. El situacionismo no fue otra cosa que la desembocadura de un delta de corrientes estéticas y políticas que aún creían en el poder revolucionario del arte. El encuentro y la discordia calentaron el alambique durante un año entero, luego se decantó a los tibios, y en 1957 fue destilada en la ciudad de Coscio D’Arroscia la Internacional Situacionista.

Se dirá que no es mucho lo que unas pocas personas pueden hacer. Pero no pocas veces la historia de una idea comienza con la fe y la energía de un puñado de fieles. En todo soplido se oculta la estructura genética de un huracán. Diez, quizás veinte convencidos, aparecidos en una época que no parecía favorecerles, arrastrando durante quince años una biografía plagada de renuncias, expulsiones, cismas y discusiones bizantinas, editando intermitentemente un boletín difícil de conseguir y organizando muy de vez en vez algún acontecimiento misterioso que diera la nota fueron capaces de dar a luz, mediante una notable economía de fuerzas, lo que el propio Debord llamó “el pensamiento del colapso del mundo”. Al comienzo, la izquierda oficial y los intelectuales de revista cultural los trataron con indiferencia, como hacen los señores cuando se enfrentan al insolente. Pero la insolencia devino activismo productivo, a saber: un modo de hostigar al mundo a fin de removerlo de sus cimientos. Que una teoría perdurable haya brotado de una comedia ultraizquierdista no debería asombrar a los conocedores de la historia de las sectas y de los orígenes de los saberes; tarde o temprano, o toman el poder o se inmolan junto al mundo que los rechaza. Hacia 1972, cuando la Internacional Situacionista se disuelve a sí misma, no solamente ya estaban apagados los incendios parisinos, también se extinguía el prototipo humano de la época burguesa clásica, adorador del arte y la política, y se reconvertía en un nuevo modelo seriado, ávido de espectáculos y objetos intangibles. No sorprende el lúcido gesto de autoclausurar la experiencia Situacionista (cuando fácilmente podrían haber cosechado fidelidades juveniles y reconocimientos académicos, consuelos de los incendiarios seniles) pues a medida que sus tesis concitaban cierta atención en el medio ambiente de izquierda, los miembros de la Internacional parecían retraerse y ocultarse, a la manera de los antiguos conspiradores, como si una voluntad de oscuridad constituyera su móvil estratégico. En todo caso, el situacionismo jamás fue una vanguardia clientelística.

Visión

El espectáculo es tan obligatorio como lo sería una ley social, lo cual no remite a trabajos forzados como lo son la participación electoral, el servicio militar o el testimonio judicial; más bien propone el problema de la indistinción entre deseo y obligación. El espectáculo se impone como obligatorio porque está en posición de ejercer el monopolio de la visualidad legítima. Un régimen de visibilidad es un régimen político como cualquier otro, con la salvedad de que la cámara de vigilancia es una de sus metáforas privilegiadas: en ese molde se vacían conductas y creencias. Y la criminología también. Los estadistas se prueban nuevas vestiduras y sus fuerzas de seguridad renuevan personal y métodos, pero después de tantos siglos la división del género humano entre víctimas y verdugos ha registrado muy escasas variantes. Cañones o graneles angulares, gatillos u obturadores, brigadas ligeras o movileros, generales o editores, el ocaso de unos señala el advenimiento de un principio de control que convierte a cada cuerpo en un efecto de iluminación.

La subjetividad propia de la época está vinculada a aparatos modelizadores de índole audiovisual, estadístico y psicofarmacológico. El régimen de visibilidad que la regula propone una paradoja: no deja ver. En tanto propedéutica y prescripción para la vista, no sólo fuerza a la perspectiva visual personal a ajustarse a modos de ver dominantes, también señala imágenes-tabú, un reino de lo inimaginable. La mirada carece de caminos de acceso o de antecedentes perceptivos para reconocerlo. El espectáculo es una gran máquina disuasiva de la vista: procede a la manera del jugador de ajedrez, disolviendo la estrategia del adversario por adelantado. Se trata siempre de la antigua veda política: “no intervendrás”.

La historia del ojo es la historia del régimen escópico al que está engarzado. Pero una visibilidad hegemónica también puede ser definida por aquello que huye de sus lindes y no solamente por el campo visual que controla. Pero nuestro saber sobre los efectos producidos por la luz y el color sobre la visión es misérrimo. El ojo es un cristal sobre el cual se proyectan dos rayos: el que emana imprime un catastro visual, y el aura que emerge desde una selva de imágenes interior; así también, un ojo de agua aflora a la superficie desde napas ocultas. ¿Qué otra cosa es el sentido de la vista sino un drama visual? La visión no es meramente una actividad fisiológico-social, sino también un arte para el cual es preciso educarse. De ello se infiere que del arte de ojos parte un camino del conocimiento revelatorio: un vidente no ve los mismos objetos que un espectador.

A la geografía más inexplorada y más impredecible la ocupa el reino imaginal: desde allí se destilan imágenes que forjan la “realidad”. El ojo es tanto el campo de la batalla como órgano templado para su reconocimiento: del resultado incierto del combate depende el grado de autonomía personal. La expansión del mundo visual siempre ha sido consecuencia del ingreso y exploración en atlas raros o vedados; de las sondas lanzadas hacia lo todavía invisible e inaudible. Aquí centellean las viejas instigaciones del surrealismo, y Guy Debord las ha visto; con ellas desplegó una teoría de la emancipación. Quizás por eso se describía a sí mismo no sólo como un revolucionario profesional sino también como un cineasta.

Política

Dispusieron de un estilo y llevaron a cabo tres o cuatro invenciones nítidas. “Una lírica de la furia” sostenida a fuerza de belicosidad, inaceptabilidad ética de la vida falsa, crítica sin contemplaciones a la izquierda estatista, voluntad de negación del mundo (y de negar la negación estancada en su propia obstinación) e imaginación política. No estamos tanto ante la típica metralla pedante de los grupos izquierdistas sino, más bien, ante la ética exigente del negador auténtico superpuesto al espíritu de la época. Pocas veces un ideario político o filosófico que niega a su época ha tenido la oportunidad de circular en las voces populares; el situacionismo tuvo su cuarto de hora hacia fines de los años sesenta. Pero una “época” es un tablero pateado. Cuando el puntapié no consigue cambiar las reglas del juego, las piezas sólo cambian de casillero y los jugadores de lugar, como en una plataforma giratoria. Aun así, se trata de aceleraciones temporales que son recordadas siglos después. Si de tiempo se trata, entonces en la fundación de la I Internacional Situacionista en 1957 se arrancó la espoleta a una bomba de explosión retardada. Pero también el situacionismo no deja de ser el eco de explosiones anteriores. La I Internacional, la Revolución Española, la revuelta húngara de 1956, la Comuna de París, el espartaquismo, la insurrección de Kronstadt, instantáneas que vuelven una y otra vez en el libro de Debord para hacernos remontar el árbol genealógico de la frustración socialista, visitado nuevamente por respeto hacia el fracaso. No es fácil debilitar a las antiguas estirpes. La superficie muere a la primera helada, pero las raíces resisten bajo tierra; cuando vuelven a brotar, lo hacen a la manera del géiser. De los inventos del situacionismo, la “deriva” y la “construcción de situaciones” pertenecen al orden de la impugnación política de la ciudad, y la “tergiversación” a los métodos de linaje surrealista. Esta última parasita a los productos estéticos de la cultura de masas o a las manifestaciones del arte preexistentes con el fin de insertarlas en otros contextos reveladores de su función. Al hallarse Debord en inmejorables condiciones para comprender la “muerte del arte”, habiendo realizado en los años 50 un balance descarnado de medio siglo de su historia, le fue posible sustraerle el consuelo de su autonomía en un mundo alienado. En cambio, los experimentos que los situacionistas realizaron en torno al urbanismo unitario y a la deriva psicogeográfica apuntan a subvertir el orden imaginario de la ciudad. ¿Cómo ocurre que la carne se vuelve vasalla de los derroteros urbanos planificados? Esta pregunta revela una inquietud por la experiencia corporal. La deriva resulta ser una técnica desorganizadora del territorio administrado y un método de reconocimiento de la psicotopología personal. Paseantes como zahoríes. Había que cortar los circuitos urbanos, no cabía otra salida: las puertas de la ciudad estaban cerradas desde el exterior, y las únicas fugas permitidas, las del turista y la del espectador, conducían hacia las entrañas mismas del cosmos carcelario. Había que desplazarse errantes para encontrar márgenes fronterizos desde los cuales combatir la representación simbólica del hábitat, había que restituirla a un principio de identidad mágico y experimental. Pero los pasos de frontera no conducen hacia fuera, sino hacia el interior de la urbe, a la cual se la explora y domina por otros medios.

Hoy, la ciudad es en sí misma un orden en movimiento. En las décadas de 1950 y 1960 subterráneos, automóviles, ascensores, aire acondicionado, escaleras mecánicas y televisión adecuaron la ideología del espectáculo a la industria del confort. La movilidad sincronizada de la ciudad permitió desplegar un ideal de felicidad privada entre electrodomésticos y entorno artificializado. Entonces, todavía era posible oponerle el modelo de la festividad pública, cuando aún no se había atrofiado el gusto por el andar a ciegas. En un mundo de redes informáticas, videocámaras, televisión cableada, aeropuertos, satélites artificiales y vacaciones empaquetadas sólo los delincuentes, los seres sin hogar y demás lúmpenes siguen participando sin más remedio de la deriva. El resto se ajusta a la omnipresente quietud móvil.

En el guión de su última película, In girum imus nocte et consumimur igni, rodada diez años después de la publicación de La sociedad del espectáculo, Debord describiría amarga y descarnadamente la condición humana: “ganapanes que se creen gente de propiedad, ignorantes que se creen letrados y muertos que creen que votan” (…) “se los trata mitad como esclavos de campo de concentración, mitad como niños estúpidos” (…) “por primera vez en la historia los pobres creen que forman parte de una élite económica, a pesar de toda la evidencia en contra”. Gente, entonces, que se engaña a sí misma sobre casi todo. A la distancia, comprendemos mejor los experimentos urbanos de los situacionistas como prácticas cotidianas testeadoras de estilos de vida. El rechazo a la sociedad espectacular, la crítica a la organización de la circulación urbana, la tergiversación de materiales artísticos administrados y, como alternativa, la construcción del mundo bajo el signo de la situación no fueron únicamente tácticas para fomentar la vida táctil contra la representación contemplada; también expresan la inquietud por fundar un ámbito de libertad en donde pueda desplegarse una estilística de la existencia. El situacionismo sería, en su centro de gravedad político, la ambición de que la vida cotidiana se convierta en un subproducto del arte; en un medio para dar forma artística a la existencia. De modo que deriva, tergiversación, urbanismo unitario y construcción de situaciones apostaban tanto a renovar un suelo como a forzar a los mecanismos ocultos del espectáculo a volverse visibles. De lo primero sólo nos quedan los testimonios de quienes, durante todo el siglo, singularizaron sus vidas. Sus tácticas estéticas dirigidas contra la sociedad administrada, en cambio, son las uvas amargas que llenan la copa de su triunfo teórico, pues la época burguesa ya había comenzado a recurrir a las vanguardias como vacuna inoculada a su propio sistema de vida: la terapéutica supuso conceder al mundo una apariencia surreal. Desde entonces el espectáculo se obligó a sí mismo a renovarse a través de la exposición obscena de sus cimientos. La sinceridad del poderoso se hace posible sólo después que intelectuales y políticos decretan que la crítica al espectáculo no es herética sino absurda, pues el espectáculo resulta ser crítico paródico de sí mismo. Pero ya antes se había garantizado la pobreza espiritual de la población.

Alienación

Puede asombrar que Guy Debord remita el análisis de la sociedad del espectáculo a conflictos hoy olvidados entre leninistas, anarquistas y consejistas. El ciudadano modelo contemporáneo supone que el mundo comenzó a existir cuarenta o cincuenta años atrás, pero quien pretenda minar la arquitectura de la representación debe remontar los afluentes de las ideas que dragaron el camino o, lo que es lo mismo, que aspiraron a lo imposible. Justamente la cultura espectacular vino a desorganizar la precaria unidad de los trabajadores garantizada por una cultura festiva en común. La administración del estado de cosas siempre ha necesitado de expertos en el arte de la desorganización de la comunidad, pero la historia de la guerra política contra el Estado es también la historia de la amistad política. En la promoción de otra sociabilidad, desde Fourier al situacionismo, siempre encontraremos la vindicación de la fiesta y el banquete y el rechazo a la vida cotidiana alienada. Las raíces genealógicas del libro de Debord se hunden tanto en la tradición socialista como en la estética vanguardista.

El sindicalismo revolucionario, el anarcosindicalismo, el consejismo obrero, la obra de Antón Panekkoek, el surrealismo, la crítica a la vida cotidiana en la obra de Henri Lefebvre, el análisis de las sociedades soviéticas emprendidas por los miembros de la revista Socialisme ou Barbarie, las tácticas dadaístas y, por fin, la lectura de Historia y conciencia de clase, de Gyorgy Lukács. El libro de Lefebvre es de 1948, y el de Lukács se tradujo al francés luego de la Segunda Guerra Mundial; junto a una obra sobre la alienación de Joseph Gabel y al elogio surrealista de la imaginación constituirán la base de la idea de alienación a la que se remite Debord. Los situacionistas concedieron la mayor importancia a la pauperización de la vida cumplida en los procedimientos de consumo más que a la efectuada en el proceso laboral. Ambos requieren de un cuidadoso diseño de las sensibilidades, pero mientras los bastoneros del reloj ya habían logrado cronometrar los días y las noches, sólo recientemente se ha mejorado el instrumental burilador para tatuar el alma. La alienación no es una sustancia que se encaja de una sola vez; debe ser impuesta y reconstituida cotidianamente. El resultado es banal, pero está logrado: el espectáculo no sólo concede dosis calibradas de goce, también un atisbo del mundo redimido a través del consumo prometido. ¿Debord nos remite a temas anticuados y mal planteados, la “falsa conciencia” y la “revolución”? En todo caso, plantea de modo fuerte un tema sobre el cual todo está aún por decirse. Porque Debord también percibió la senilidad de los conceptos necesitó revisar la historia de las disputas sobre el Estado, la ideología y la utopía a fin de sustraer el horizonte de la revolución a esa forma rústica de la separación espectacular emblematizada por el monoteísmo ideológico de Estado.

Un caso puntual: la televisión. Ella ofrece un manual de instrucciones para la vida, pero a su esencia no se la hallará en el análisis de su contenido sino en la red de relaciones en la cual ella opera y en su eficacia para organizar el campo de visión humano. Justamente porque no es una “luz mala” inventada para alienar, es preferible abarcar el juego de estrategias que la superan y en las que está incorporada. Como se sabe, la antigua cartografía territorial se ha transformado en una geoatmósfera audiovisual: cambia entonces el modo de regular al tráfico simbólico de población. En un territorio “físico” se controlan cuerpos y conductas, pero en un territorio audiovisual se regulan opiniones y perspectivas visuales. Previamente, la televisión –y ahora, la red informática– permitió la deslocalización geográfica de la información, el debilitamiento de identidades étnicas y nacionales y la confusión de la experiencia misma del espacio físico.

Una estrategia paralela y complementaria logró movilizar a la población según criterios estadísticos: los límites de la vista y de la encuesta devienen las fronteras conscientes del mundo. Lo que resta, excluido de esa visibilidad total, se abre a lo oscuro. Cuando la televisión está encendida se transforma en el centro del universo del ciudadano democrático: ninguna otra galaxia, ningún otro sol existe. Siendo un aparato de absorción de la mirada, transforma al ojo en un parche donde retumba el tam-tam continuo del más allá del toma-corriente. Este objeto imitante, esta miríada de ahoras sincronizados, esta alquimia de fragmentos visuales, estos estímulos que no parecen remitirse a un estado mayor constituyen, en verdad, la red nerviosa del cuerpo social: abren una visibilidad. Como antes las estaciones ferroviarias en un mapa nacional, hoy son las pantallas terminales los alfileres que colorean un mapa cableado. La sociedad mediática está en movimiento, pero el cuerpo no.

Guy Debord ha escrito: “El arte de la conversación está muerto, y pronto lo estarán casi todos los que saben hablar”. El ojo y el tacto aprenden a borrar todo aquello que contradiga el marco de visibilidad y tactilidad al que el cuerpo se ha adaptado como a un nicho psíquico: así también los marinos medievales evitaban el mar abierto, Pertenecer al orden de la representación concede privilegios: tanto televisión como espectador proceden a un trabajo dual de traducción de uno hacia el otro, pero las claves esteganográficas las impone la antena transmisora. De allí que el crítico progresista fracase necesariamente cuando analiza el espectáculo televisivo: se muestra contrario a su retórica pero emplea su gramática y se somete a su campo visual. La insistencia de Debord en la dimensión política del advenimiento de la sociedad espectacular es bastante más que una obsesión. El síntoma de nuestra época se muestra en el hecho de que estamos siendo observados todo el tiempo.

El Estado ha refinado sus instrumentos de vigilancia, y quienquiera huir hacia lo oscuro se enfrentará con artillería iluminadora en su fuga. Ocultarse será una de las tareas más ímprobas del futuro. Y a los que pretendan dañar al capital circulante por las redes informáticas les espera su propia ordalía. Recientemente se ha llevado a juicio por primera vez a un diseñador de virus informáticos, quienes, en lo suyo, son artistas. Nunca antes alguien había sido enjuiciado a causa de sus virtualidades más que de sus actos. Este caso testigo revela la amenaza que se cierne sobre la fiabilidad y la seguridad de las nuevas armaduras del capital: en otras épocas se la llamaba sabotaje obrero. Las metáforas patológicas que se usan en estos casos (máquina “infectada”, programa “peligroso”, datos “limpios”, virus “benigno”, “contagio”) anuncian que las funciones vitales del cuerpo humano en la sociedad espectacular ya no están localizadas en organismos sino en sus extensiones mediáticas.

Colofón

La sociedad del espectáculo podría haber sido la antioda de nuestra época, una lápida para la sociedad espectacular escrita en tesis aforísticas, pero nació sietemesino y sin audiencia posible: para cuando el objeto de su crítica había alcanzado la madurez, el frente de batalla de la utopía ya estaba silenciado. Veinte años después, Debord publicó una serie de glosas a manera de ilustración posterior de sus tesis y las tituló Comentarios a la sociedad del espectáculo. Allí se postula la emergencia de “lo espectacular integrado” como superación de las dos variantes que nacieron con el siglo: el poder espectacular concentrado (que prioriza la ideología del Estado totalitario como verdad) y el difuso (que prescribe la elección deliberada de una variedad de mercancías). La combinación de ambos se cumple a través de la incesante renovación tecnológica, la fusión económica entre lo público y lo privado, la imposición de un verosímil que no admite réplica, y la abolición de la memoria histórica. No menos significativo que estas mutaciones resulta la persecución y descalificación de las maneras de vivir, los procedimientos políticos o los modos de pensamiento no colonizados por el espectáculo. Pero a los nuevos “enemigos del pueblo” ni siquiera se los juzga, sólo se hace silencio a su alrededor.

Por treinta años Guy Debord vivió al costado de su sociedad. Justamente, libelos antiestatales, eventos escandalosos, un par de libros, seis películas experimentales, el aprestamiento del rescoldo para los fuegos europeos de 1968 y la organización de una Internacional no constituyen un currículum escueto para una sola vida. Puede considerárselos como pruebas de imprenta de una época nunca advenida y como prueba de lo que un solo hombre es capaz de hacer con su biografía. Ahora, que algunas décadas se han ido, ya es posible vislumbrar la grandeza de esas revistas marginales, de esos manifiestos en los cuales agudezas teóricas, insultos y disputas facciosas lograban un punto óptimo de armonía; ahora ya es posible sentirnos contemporáneos de este ser iracundo, médium de lo irrepresentable, que supo vivir contra el espectáculo a fin de cumplir sin dilaciones con las exigencias de la utopía. Del reino del horizonte que nos fuera momentáneamente acercado sólo restan escombros, palabras sueltas y fotocopias amarillentas, con las que todavía se ensañan de vez en cuando los poderes de turno a fin de aleccionar a cualquiera que pregunte por el antimundo. Y la memoria de aquellos que lo pregonaron se disipa en la estela abierta por los titanes de la época: pero ése es el destino de los náufragos, ellos escriben sus últimos mensajes en el agua. Recuperamos el libro clave de Guy Debord, no para satisfacer el gusto estéril por la marginalia de izquierda ni para vindicar la estirpe amenazada del pensamiento libertario ni para exhumar inútilmente una obra profética, sino porque, a veces, en temas de actualidad es preferible recurrir a los muertos. No pocas veces piensan mejor que los vivos. 

Guy Debord. Imagen tomada de Artillería inmanente, donde hay unas inevitab;es cartas de Debord a Giorgio Agamben.

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