socio

"I don't want to belong to any club that will accept people like me as a member." Groucho Marx en Groucho and Me (1959).

sábado, 22 de enero de 2011

el club de los comensales


La obra de Frank McNamara no representa gran cosa dentro del panorama cultural de los últimos 50 años, ni siquiera de los últimos cinco minutos. Sin embargo, es acaso una de las obras más citadas en todo el mundo. Tan sólo en Argentina, unos quince millones de personas citan a McNamara cuando pronuncian una frase que resume por entero sus afanes: “Cárguelo a mi cuenta”.
 Nuestro amigo Frank en el Major's Cabin Grill.

Es que McNamara no hubiera dejado de ser un ignoto ejecutivo neoyorquino de no olvidar un mediodía de 1949 su billetera durante un almuerzo de negocios. La anécdota, que los departamentos de prensa de las financistas que difunden tarjetas de crédito repiten y propalan ad infinitum, acaso entendiendo que esta pequeña historia es uno de los vínculos más notorios que pueden ostentar para acreditar su pertenencia al género humano, dice que McNamara, antes de ir a comer con otros ejecutivos al restaurante Major’s Cabin Grill, se había cambiado de traje. Envuelto en géneros bien aseados y más frescos, el hombre abundó en generosas invitaciones durante la comida y llamó al camarero cuando sus amigos se tomaban el segundo café, acaso el segundo scotch. A la llegada del mozo, McNamara hurgó en los bolsillos de su traje y los encontró frescos y limpios hasta de dólares. El relato oficial se limita a señalar que McNamara explicó la situación al camarero y pidió el teléfono para llamar a su esposa, que llegó con el efectivo justo a tiempo para salvarlo de lavar los platos del Major’s Cabin Grill. La pregunta que se hizo el comensal-ejecutivo entonces rasguña la intensidad de la que por esos años estaba imbuida una obra menor: El ser y la nada, de un autor sobre el que no hay datos de que haya usado alguna vez tarjeta de crédito, Jean Paul Sartre. “¿Por qué la gente debe limitarse a gastar lo que lleva en efectivo, en lugar de gastar lo que pueden pagar?”, se preguntó McNamara.
Un año más tarde, un anochecer de febrero de 1950, los camareros del Major’s Cabin Grill volvieron a recibir a Frank, en esta ocasión acompañado de su socio, el abogado Ralph Schneider. Los muchachos se sentaron a una de las mesas que les sugiriera el maitre y ordenaron la cena mientras se cruzaban miradas con aire socarrón. Las versiones no precisan cuánto tiempo estuvieron para deglutirse aquél par de bistecs, pero es fácil intuir que pocas veces en el negocio de la gastronomía hubo un par de tipos tan ansiosos por recibir la cuenta. Cuando al fin llegó la adición McNamara sonrió e introdujo sus dedos índice y mayor dentro del bolsillo interior del saco que hacía un año había estado vacío. Sabía que la historia estaba pendiente de aquellos pequeños movimientos, era contemporáneo de un hecho hasta ese momento inédito y él, el buen Frank, sentado allí en ese restaurante de la avenida Madison con su viejo amigo Ralph, Ralphie Schneider, iba a protagonizar un acontecimiento que pronto se repetiría y se propalaría por el mundo como canicas en una mesa de billar. Oh, sí, Frank no extrajo de su bolsillo su billetera, sino una tarjeta de cartón en la que el camarero leyó “Diners Club”. La Historia también esperaba aquella frase de Frank que, como la buena poesía, debe ser saboreada en su idioma original. Una frase pequeña, delicada, cuyo amable imperativo oculta el movimiento de toda una civilización. Dijo: “Charge it”. Lo que, en un apurado doblaje al español, podría traducirse como “Cárguelo”.
Aún hoy se recuerda el episodio como “la Primera Cena” (the First Supper). Había nacido la tarjeta de crédito.
El 15 de mayo de aquél año de 1950 (¡ya van a cumplirse 61 años!), McNamara, que creó la tarjeta Diners Club (literalmente: club de comensales) junto a Ralphie, ofreció su invención a unas 200 personas, entre conocidos y amigos personales y 14 restaurantes de Nueva York ya la aceptaban, el Major’s Cabin Grill entre ellos, claro. Aquellos buenos viejos tiempos fueron muy ajetreados. El negocio crecía tan rápido que Frank y Ralphie debieron cambiar tres veces de oficina. El recorrido es ascendente por donde se lo mire, ya que comenzó en la planta 24 del Empire State y en cuestión de meses ya llegaba al piso 77. Diez meses más tarde desde que el abogado y el ejecutivo protagonizaran la histórica Primera Cena, Diners Club había emitido veinte mil tarjetas y ser socio costaba una bicoca: tres dólares al año, lo que en 1951 garantizaba la atención en hoteles y restaurantes de Nueva York, Miami, Boston, Chicago, Los Ángeles y San Francisco.
El primer antecedente de las tarjetas de crédito se remonta a 1914 cuando la Western Union emitió la primera tarjeta al consumidor, que se otorgaba a los clientes preferidos de la compañía y ofrecía servicios especiales, entre ellos el pago diferido libre de cargo. El dinero, figura del valor y pura representación, según el análisis marxista, fue muchas veces un san benito que debieron padecer los pueblos, desde los judíos en el primer siglo de la era cristiana, cuando tras una sublevación sofocada por los romanos fueron humillados con la emisión de una moneda que los mostraba arrodillados en una actitud sumisa, portando su emblema nacional, las palmas; hasta los argentinos del 2001, que aprendieron a mirar en el rostro de Benjamin Franklin el paisaje de sus pesadillas. La tarjeta de crédito, esa forma personalizada del dinero, para la que “pertenecer tiene sus privilegios”, llegó para poner un nombre sobre los billetes cuando la plata hundía y salvaba a los elegidos de la gran masa. 
Acaso una buena razón para alentar el estudio de la historia sea escrutar las decisiones de los genios, porque en 1952, cuando Diners Club facturaba unos crecientes quinientos mil dólares al año, McNamara decide retirarse del negocio para seguir su carrera como ejecutivo, pero esta vez en ventas, dentro de una compañía de antigüedades. Su socio Ralphie y Alphie Bloomingdale, el nuevo presidente, le compran sus acciones en doscientos mil verdes. Tal vez pueda reconocerse alguna señal del buen Frank en este gesto: abandonar un negocio incipiente y millonario, que se anticipaba a la virtualización del mundo —tal como la descubriera Internet unas tres décadas más tarde— por antiguallas. No sería infundado pensar que en este asunto McNamara retoma la vieja tradición norteamericana fundada por las grandes figuras de la historia de su país, como Thomas Jefferson o Ralph Waldo Emerson, de volver a los orígenes. 
En 1956, mientras McNamara rastreaba asentaderas estilo Luis XV y trataba de sacarse de encima a un irlandés gordo llamado O’Maley que le ofrecía una partida de sillas thonet y le juraba que eran el negocio del futuro, Diners Club abrió franquicias en la Argentina. En ese entonces Juan Domingo Perón ya podría haber tenido la suya, pero estaba en España hacía cerca de un año, donde la tarjeta circulaba desde 1954.
Un año más tarde, en 1957, Frank McNamara, el Primer Comensal, muere a la edad de 40 años, entre las reliquias que lo rodeaban había un tío abuelo de Ohio.
Gracias, Frank.

lunes, 17 de enero de 2011

preguntando en librerías

¿Dije ya que cada día me vuelvo más chileno? Escribe Yanko González sobre cosas que conversamos en Rosario en 2009 en Bazar Americano:

 Alan Mills, P.M., Carlos Ríos, Marcelo Díaz, José Eugenio Sánchez y Yanko González en un almuerzo del XVII Festival Internacional de Poesía de Rosario, septiembre de 2009. Foto de Giselle Marino.

Columnas & Calumnias
por Yanko González


Dejándome robar libros –quizás la única forma antifascista de quemarlos—, casi se me escapa uno de Constantino Bertolo. En su tiempo, me sacó una risa y ocupé algunas frases para insultar a otros. Digo, la obra de otros. O todo junto, da lo mismo. No aparece ninguna injuria antinerudiana, de esas que ocupo hasta ahora, como que tal o cual publica poemas de infancia escritos hasta el mes pasado. O las De Rokhianas rabiosas, como este arpón a Parra: “(...) un pingajo del zapato de Vallejo”. O las que se sueltan con la gentileza de Bioy Casares: “A [Eduardo] Mallea casi nadie lo lee, ni siquiera para despreciarlo (…) Mallea está en esos cincuenta años de oscuridad después de la muerte; sólo que vivo”. Bueee, el amigote se escapaba con mi libro de Bertolo y con algo de maña se lo volví a birlar.
Se sabe de obras mediocres que algún día tuvieron un relativo éxito gracias a la pluma compasiva de un crítico afamado. Bertolo cuenta la historia inversa a través de un arqueo de descalificaciones e invectivas demoledoras a autores y obras que más tarde triunfarán sobre sus detractores. La recopilación abarca a escritores y obras sensibles para el canon por la gravitación universal que poseen: Cervantes, Balzac, Flaubert, Baudelaire, Pound, Poe, Tolstoi, entre muchos, desfilan sin piedad hacia el patíbulo. Natural espanto surge cuando se sorprende, además, descalificándose entre sí a magnos nombres o destrozando a un poeta de mayor talla y cuya obra derribada pasará a través de la historia como una creación sublime por lo perpetua, si es que eso a alguien le dice algo. Lo abrí al azar, como para argumentarme que no debía tirarlo a la pira del librero ajeno. “Suspirillos Germánicos” le dice Núñez de Arce a los poemas de G. A. Bécquer. “Los versos de Lope de Vega, en sacándolos del Teatro son como los buñuelos, que enfriándose no vuelven a tomar la sazón de antes, aunque vuelvan al sartén” espeta Luis de Góngora. “El nombre de Shakespeare, pueden estar seguros, está absurdamente en alto y tendrá que bajar (...)”, envidia Lord Byron. Reparé entonces que el libro de Bertolo aún podía acompañarme, no tanto por la genialidad de los insultos, sino por la secreta esperanza que aún le caben a las obras que prefiero en el frecuente entorno del agravio y el olvido. Me lo quedé, celebrando con Bertolo el coraje de aquellos que se atrevieron a fallar –en su doble acepción– haciéndole caso al arrebato más que al favoritismo y las leseritas de la intersubjetividad y esos consensos estéticos que siempre son elásticos al poder.
Todo esto a pito que ahora tengo el libro de marras nuevamente en mi cuarto, sobrando en mi escritorio, sobrando en mi biblioteca, sobrando en mi paciencia lectora. Lo reabrí dos o tres veces más y no me cayó en gracia. Ni lo que dicen de Unamuno, ni de Céline, ni de Bécquer, ni de Góngora, ni de nadie. Ningún desprecio me parecía suficientemente liberado de la mezquindad del tirano ajeno o el cerebral mandamás propio. No se equivocaba mi memoria al dejarlo partir, habida cuenta que no encontré la saña irracional y gratuita –que siempre sabrosa– lleva esa espontaneidad que en el equívoco acierta. Sólo ponzoña calculada para buscar la notoriedad que se echa en falta. Alguna vez le pasó al finado Paco Umbral, que escribía columnas y calumnias sobre otros –libros, cuadros y bombachas–, y que era un as del mordisco textual. Pero tanta mascada talonera tiene su precio. Años antes de morir, un coleguilla lo partió pegándole en su hebra: “ese afán de hacerse notar –le escribió, si mal no recuerdo–, de estar en el entierro aún siendo el muerto”. Mucho después le espetaría Delibes “escritor con logorrea, escribe como mea”. Reverte ya lo había rematado con una frase de Giménez Arnau: “padece cáncer de alma”. Umbral había dicho de Cernuda “un buen poeta, una mala persona”, frase que al morir hace un agosto de tres años se le devolvió como un tifón. A poco andar, los viejos humillados se sumaron en revancha: “no pudo hacerse el tonto, porque el Creador ya se había adelantado”. En España se hace cierta profesión de la ofensa. En el País Vasco, se puede escuchar la melopea del euskera en diversos registros, pero a la hora de maldecir, brincan habitualmente al castellano. Lo digo porque tratándose de imprecaciones vertiginosas y espontáneas, prefiero el sonido de esas palabrazas –siempre compuestas pero siempre sonoramente solas–, que son la novedad del idioma y el respiro de la mueca. O sea, más que las toxinas antologadas por Constantino Bertolo, una buena colección mental de aquellas navajas de dos filos nos hará prescindir de la mala leche recalentada. Hablo, por ejemplo, de Cantamañana, Comesopa, Marisabidilla, Soplagaitas, Abrazafarolas, Catacaldos, Marimandona, Tragaldabas, Tontiloca, Ansiarota y Meapilas. Entre varias. No seré la marisabidilla que les advierta sobre el campo semántico de cada una, pero muchas calzan perfectamente con obras y “creadores” que la vida me ha cruzado. No tengo dudas, por ejemplo, que Jorge Edwards es un comesopas y cuando escribe un cantamañanas. Y yo mismo un catacaldos. Supongo que resultan algo más graciosos que nuestros despoblados huevón o boludo o nuestra gruesa –y casi única– ofensa compuesta, “conchetumadre” y sus precarias variantes, sin enigma ni oblicuidad y de seguro, como todo taco ramplón, al final del idioma y a varias horas del quevediano “tonto del ojo moreno”.
Para brevedades, insisto, estos casticismos cumplen medianamente bien. Ahora, si se trata de expectorar argumentadamente, jamás me desharé del regalo de Pablo Makovsky que a guisa de una conversación en Rosario sobre estos antojos, me regaló su ejemplar de los alfanjes escritos, aguzados y bruñidos por Ignacio Anzoátegui en su Vida de Muertos. Conjeturo que Pablo hizo, generoso, lo que yo no pude con el libro de Bertolo: le puso piernas y lo dejó partir. Pero tengo mis dudas, porque Anzoátegui se vuelve insuperable con el tiempo en las repisas y a Makovsky, imagino, se lo vio preguntando por el vasco-argentino en varias librerías.
Sé que editorial El Aleph publicó hace un par de años un libro especular al de Bertolo
–Escritores contra Escritores– y que actualiza nombres y maldiciones. Heteroglosia de lo mismo, o sea. No valía los 60 mangos. Quizás 5, sólo por esta frasecita opaca y nada pretenciosa espetada por Gertrude Stein a Hemingway: “En el fondo, Ernest, usted nunca ha dejado de ser un Rotario”.
octubre-noviembre 2010/BazarAmericano


miércoles, 12 de enero de 2011

kennedy is dead

Sería en el año 1991 cuando Osvaldo Aguirre me invitó a escribir juntos algunas notas para revistas como El Amante, Barrio Jálouin y no recuerdo qué otras. Se había estrenado JFK, de Oliver Stone, y Osvaldo dijo que por qué no escribíamos algo más de contexto acerca de la muerte de Kennedy. Escribimos este texto, pero no se publicó. Antes de poner en el blog la nota le pregunté a Osvaldo si estaba de acuerdo. Me dijo que sí, que claro y le pasé la versión —que no recuerdo si es la definitiva, y me acuerdo, sí, que fue escrita en el programa Wordpad. Osvaldo también me dice: “Es curioso, lo único que recordaba de este artículo es que mencionábamos la filmación de Abraham Zapruder. ¿Será un recuerdo erróneo o faltará en esta versión?”, cosa de la que yo no me acordaba para nada. A todo esto, tras el asesinato de Giffords en Tucson, el New York Times llamó a debatir a varios historiadores sobre el asunto, entre ellos Steve Mintz profesor en Columbia, quien hace una lista interesante: "Nueve presidentes fueron blanco de asesinatos, junto con un presidente electo y tres candidatos presidenciales. Además, ocho gobernadores, siete senadores nacionales, diez representativos, once intendentes y diecisiete legisladores fueron atacados violentamente. Ningún otro país occidental con una población de más de 50 millones tiene cifras tan altas.
Los atacantes de figuras políticas son por lo general marginales paranoicos, con frecuencia poco sensibles a las sensaciones políticas del momento". Bueno, la nota agrega más de estos datos, y sus colegas convocados por el NYT opinan del modo correcto y vacío con el que también lo hacen la mayoría de nuestros académicos.

por Osvaldo Aguirre & Pablo Makovsky 


El escritor y cineasta argentino Edgardo Cozarinsky escribió Vudú urbano en el exilio y en inglés. El libro es una suma de recortes que dibujan por fuera de su centro de gravitación (ex—céntricamente) la Argentina. O esa cualidad enigmática que trans­forma en argentinas las cosas de esta extraña tierra. Entre estos recortes o fragmentos hay uno, Star Quality, en el que Cozarinsky ejercita el recuerdo de un film que ya no va a filmar. El film trataría de María Eva Duarte e iba a comenzar con una comadrona india que cruza una carretera de la pampa par asistir en un parto. “Qué justo que sea uno de los últimos seres de una raza en vías de extinción quien la traiga a la vida! También –escribe Cozarinsky–: que sus orígenes, como corresponde al héroe o al santo, hayan sido oscuros...” No son nada extrañas estas líneas en un texto que comienza con una cita de Walter Benjamin tomada de Tesis sobre filosofía de la Historia: “El verdadero rostro de la Historia pasa raudamente. Sólo puede retenerse el pasado como una imagen que, en el instante mismo en que se deja reconocer, emite un resplandor que nunca volverá a verse”.
Evita, como la llamó esa voz que nunca termina de estar dentro de la Historia, encarna así a aquél personaje capaz de darle forma a la Historia porque ya está fuera y más allá de ella. En Evita, para decirlo sin rodeos, puede vislumbrarse el resplandor, el “aura”, si se prefiere, del mito. Como si un país, una nación, no fuera sino las huellas, las marcas de algunos seres ejemplares que revelan en sí la máscara sin atributos de la historia. Más allá de la presencia de estos seres la nación se arma y se desva­nece en las brumas del sueño.
John Fitzgerald Kennedy ha cumplido con este “trabajo” donde se cruzan los caminos del héroe y el profeta. Al menos así nos lo permiten ver los films cuyo centro es su misma muerte. Algunos de estos films son directamente calamitosos, pero no buscamos en ellos hipótesis fílmicas, sino la marca de aquello que señalamos.
Otros films son excelentes, y son estos precisamente —por la especial relación del mito con la realidad y temporalidad de lo que convendremos en llamar “arte”— los que mejor dejan traslucir aquél resplandor que ilumina la cita de Benjamin.
 Según esta distinción entre los films en que está presente la muerte de Kennedy podríamos establecer dos tipos: los que la tratan como un problema (o enigma) a resolver según se logre acceder a información que permanece oculta y los que la tratan como un “misterio” cuya resolución no llevaría sino a un oculta­miento mayor. En otras palabras, es dentro de ese misterio que la Historia despliega sus posibilidades. Ubiquemos dentro del primer tipo de películas a Flashpoint, En la línea de fuego, etc., y en el segundo tipo a Un mundo perfecto, Blow out, etc.
En 1936 John Ford filmó Prisionero del odio, el film resumía la desgraciada vida del médico que atiende ocasionalmente al asesino de Abraham Lincoln. En el colmado Teatro Ford de Washington, en noviembre de 1863, en medio de una representación, un actor, John William Booth, por fuera de la obra que se ponía en escena, apareció en el palco donde estaba el presidente Abraham Lincoln y descerrajó dos disparos contra el presidente.
Booth se presenta en casa del médico en medio de la noche, quien lo atiende sin hacer preguntas. Cuando por fin termina la improvisada operación el asesino le extiende un fajo de dinero que el médico rechaza. Este vive en el sur, rodea­do de sirvientes negros con quienes se permite discutir y bromear respecto a las nuevas leyes abolicionistas con las que no acuer­da. Los soldados llegan a su casa un día después de los sucesos del Ford’s Theatre y ahí empieza su calvario.
Todo el “aparato” del Estado, las instituciones: policía, ejér­cito, dependencias gubernamentales, comienzan a mostrar un costa­do siniestro y una naturaleza conspirativa que aíslan y despojan —o, mejor dicho, destierran— al poseedor del secreto (un dato cercano a la muerte del presidente), etc.
El cine se va a hacer cargo de la tarea que no pudieron cumplir las instituciones desde un lugar distinto, donde las “explicaciones” no se hacen esperar, pero deben ser “leídas” dentro de cierto lenguaje propio del cine.

La promesa perdida
A excepción de JFK, el cine no apunta a resolver el caso en la instancia judicial, a descubrir el rostro o el nombre de los culpables —es decir, el nombre individual, ya que le ha cabido en varias oportunidades dar nombres “emblemáticos”: Fulano es el FBI, Mengano es la CIA, etc.—, sino en una dimensión en la que puede pensarse el caso desde una perspectiva tal que, salvando las anécdotas personales, es la misma América la que extiende su pesadilla sobre la pantalla.
Podría decirse que el hecho de que el caso Kennedy no haya sido resuelto ha generado las películas acerca del mismo. Pero no ubicaría esos films sino como una cuenta pendiente con los tribu­nales de justicia. Hay algo que se cifra en este episodio que va más allá de la Historia, precisamente porque la Historia no ha podido abordarlo con claridad. La película de Oliver Stone, con toda su artillería documental, no cierra el ciclo. Lejos de llevar sus elementos al territorio que le es propio —el fílmico—, lo devuelve a la instancia política: de hecho Stone consiguió reabrir archivos en la justicia para hacer su película.
Así mismo, existe algo, una matriz de acontecimientos que parece inevitable y que se impone en estos films como una suerte de musa terrible: el Estado aparece como una organización conspi­rativa, sustraída al control público, y que opera en secreto. No es posible participar del secreto estando por fuera de ese orga­nismo. Pero, según podemos inferir, el asesinato de Kennedy va transformándose en una especie de “signo”: ya no importa tanto en sí como por la trama siniestra de cosas que genera y encubre. Es esta trama de cosas lo que queda por fuera de la historia ofi­cial, aquella historia que puede ser sometida a debate en el tribunal y cuyo espacio no es otro que el de la ficción. Así, lo que precariamente podríamos llamar “novela popular” va haciéndose cargo de una realidad hecha carne y hueso en cada ciudadano y que podría expresarse en la contracara del célebre slogan: “En Améri­ca cualquier ciudadano puede llegar a Presidente”, o sea: “Cual­quiera puede matar al Presidente”. La historia de un hombre que “accidentalmente” da con un dato que puede ser revelador y que en consecuencia debe ser perseguido y eliminado es la anécdota central de muchos films.
La muerte de Kennedy se instituye así como la pérdida de aquella América que iba a ser “la tierra prometida”. Pero ya no es una pérdida histórica, política, pensada y vista desde un lugar abstracto: es cada ciudadano quien asume las vicisitudes de esa pérdida.

La muerte le sienta bien
Kennedy fue depurado por su muerte. Una muerte pública y, de alguna manera “espectacular”, que recorrió el mundo del mismo modo que América (USA) lo conquistó: por siempre fijada en los fotogramas de una cinta de celuloide Kennedy sigue recibiendo aquellas misteriosas balas en el desfile de Dallas”
En las películas de John Ford y de Frank Capra —por dar ejem­plos— América era pensada como un territorio en formación y a conquistar, había que asumir una herencia de sangre, pero esto podía ser asumido “positivamente” porque América era aquello que aun quedaba allá adelante, América era todavía un puñado de dólares llenos de promesas. A partir del Crimen, América queda atrás, entre las ruinas de lo que no llegó a ser.
Obsérvese que lo dicho va cobrando la forma —la distribución espacio-temporal— del mito (respecto a esta cuestión de la prome­sa, el mito del Paraíso Perdido, que podríamos resumir así: somos lo que somos porque aquello que podríamos haber sido quedó perdido en los remotos tiempos del Origen). En otras palabras, la muerte de Kennedy puede ser vista como el intrincado punto de contacto entre el mito y la Historia.
Acaso esta relación entre lo que hemos llamado el mito y la Historia aparece en más de un film —de hecho Un tiro en la noche (The man who shot Liberty Valance, John Ford, 1961), rodado dos años antes de la muerte de Kennedy no trata de otra cosa—, pero es quizá en El sonido de la muerte (Blow Out, Brian De Palma, 1981) donde se muestra de forma más explícita, aunque en ningún momento se menciona a Kennedy. Hay, sí, la muerte de un goberna­dor, candidato seguro a presidente, a manos de un asesino profe­sional contratado por el partido oficial. Varios datos “reales” se han tenido en cuenta: la relación de este ficticio gobernador con las mujeres, la muerte a bordo de un auto por un disparo de rifle, etc. Pero, claro está, no son estos los elementos que nos relacionan con la muerte de Kennedy: Jack Terry (John Travolta) es un sonidista que graba el “accidente” —tal es la versión oficial— en la que muere el gobernador. O sea, graba la “banda de sonido” de esa muerte. Ampliando el registro sonoro descubre que no se trata de un reventón del neumático (blow—out significa reventón) sino que éste es producto de un impacto de bala. A partir de allí, imponer su versión lo lleva a desafiar la versión del accidente que se ha difundido oficialmente. Todo culmina con un final “espectacular” (en el mismo sentido en que usamos este término para referirnos a la muerte de Kennedy) en el que Terry atraviesa a contramano el desfile del Día de la Independencia para rescatar a Sandy (Nancy Allen) quien lleva un micrófono oculto para grabar la conversación con el asesino y así desenmas­cararlo. Tenemos aquí ese “compromiso” personal con un aconteci­miento que ha quedado relegado de la historia —o, por lo menos, de la historia oficial— y la necesidad de revertir —por eso Terry se lleva por delante el desfile— esa suerte de show con que la Historia quiere verse representada para dar con la verdad. A la vez, en ese lugar donde deberíamos encontrarnos con la verdad —para el caso: el asesino del gobernador desenmascarado—, está ocupado por otro enmascaramiento: el asesino mata a Sandy de la misma forma que antes ha asesinado a otras chicas que se le parecen, de modo de encubrir con una serie de asesinatos atribui­bles a un “serial killer” un crimen político.
El cine, que nace en América, nace pensando en América: el western de los orígenes no fue sino una forma de reconocer ese territorio desconocido y poblado de peripecias. Quizás en la muerte de Kennedy el cine se encuentra nuevamente con un misterio semejante a su capacidad de especulaciones.

lunes, 10 de enero de 2011

el tímido

Encontré estas palabras en otro libro maravilloso de Sergio Delgado, acaso el más contemporáneo y el más distante (en el sentido en el que un escritor debe establecer una distancia para hacer literatura) de los escritores cercanos. Santafesino, nacido en 1961 en Santa Fe capital. Páginas 168 a 170 de Al fin, publicado por Beatriz Viterbo editora en Rosario, en 2005. 

«El tímido, a diferencia del audaz, siempre espera la discontinuidad. Para el tímido el yo propio y el yo de los demás no están compuestos de una misma sustancia. Si caso el tímido recibe un "no" por respuesta a alguna insinuación (el tímido nunca propone, siempre insinúa), o siquiera un gesto mínimo de rechazo, el dolor que esto le provoca simplemente vendrá a completar su concepción del mundo (...) El tímmido se contenta con esa emanación del deseo, cuya materia primordial está formada de silencio y miradas, donde todo parece detenerse. Más allá están la posesión y el fracaso en igualdad de posibilidades. Es el deseo la materia propia, la más auténtica, la única que nos pertenece a los tímidos. Y no se trata, como parece, que la vida y las personas pasan simplemente a nuestro lado. Todo lo contrario: el tímido, como nadie, se inmiscuye, con su secreta configuración de la espera, en la totalidad de la vida de los otros, en la pulsación más íntima de las cosas. El mundo es un destino imperfecto y todos los seres que lo habitan vibran bajo la luz diáfana de su inconclusión. Diez, cien, mil cosas podría el tímido haber hecho o dicho para cambiar la inmediación del deseo, pero sin embargo todo queda suspendido en esa maravillosa y terrible inminencia. (...) El mundo es de los audaces, la verdad de los tímidos».


domingo, 9 de enero de 2011

desencanto

Claudio Magris recopila en Utopía y desencanto muchos de sus artículos y ensayos publicados en la prensa italiana. En su mayoría tienen como horizonte el fin de siglo.

Fragmento

“Quienes creen que el encanto es algo fácil, son fáciles presas del cinismo reactivo cuando el encanto revela sus grietas o deja de manifestarse. En el desencanto, como en una mirada que ha visto demasiadas cosas, se da la melancólica conciencia de que el pecado original ha sido cometido, de que el hombre no es inocente y el yelmo de Mambrino es una bacía. Pero se da también la conciencia de que el mundo de vez en cuando es tan encantador como el Edén, de que los hombres débiles y malvados son también capaces de generosidad y amor, de que un cuerpo efímero y mortal puede ser amado con pasión y el yelmo de Mambrino, aun inencontrable, refleja su resplandor en las cazuelas oxidadas. El desencanto es un oxímoron, una contradicción que el intelecto no puede resolver y que sólo la poesía es capaz de expresar y custodiar, porque dice que el encanto no se da pero sugiere, en el modo y el tono en que lo dice, que a pesar de todo existe y puede reaparecer cuando menos se lo espera. Una voz dice que la vida no tiene sentido, pero su timbre profundo es el eco de ese sentido. Fue la ironía de Cervantes, que desenmascaró el fin y la torpeza de la caballería, la que expresó la poesía y el encanto de la caballería. 
“El desencanto, que corrige a la utopía, refuerza su elemento fundamental, la esperanza. ¿Qué es lo que puedo esperar?, se pregunta Kant en la Crítica de la razón pura. La esperanza no nace de una visión del mundo tranquilizadora y optimista, sino de la laceración de la existencia vivida y padecida sin velos, que crea una irreprimible necesidad de rescate. El mal radical —la radical insensatez con que se presenta el mundo— exige que lo escrutemos hasta el fondo, para poderlo afrontar con la esperanza de superarlo. Charles Péguy consideraba la esperanza como la virtud más grande, precisamente porque la propensión a desesperar está tan fundada y es tan fuerte, y porque es tan difícil, como dice en su Pórtico del misterio de la segunda virtud, reconquistar la fantasía de la infancia, ver cómo todo se va desarrollando y sin embargo creer que mañana irá mejor. 
“La esperanza es un conocimiento completo de las cosas, observa Gerardo Cunico; no sólo de cómo éstas aparecen y son, sino también de aquello en lo que se tienen que convertir para conformarse a su plena realidad aún no desplegada, a la ley de su ser. Se identifica con el espíritu de la utopía, como enseña Bloch, y significa que tras cada realidad hay otras potencialidades que hay que liberar de la cárcel de lo existente. La esperanza se proyecta en el futuro para reconciliar al hombre con la historia, pero también con la naturaleza, esto es, con la plenitud de sus propias posibilidades y pulsiones. Este espíritu de la utopía está custodiado sobre todo en la civilización judía, en la indómita tensión de sus profetas. 
“El desencanto es una forma irónica, melancólica y aguerrida de la esperanza; modera su pathos profético y generosamente optimista, que subestima fácilmente las pavorosas posibilidades de regresión, de discontinuidad, de trágica barbarie latentes en la historia. Tal vez no pueda existir un verdadero desencanto filosófico, sino sólo poético, porque solamente la poesía es capaz de representar las contradicciones sin resolverlas conceptualmente, sino componiéndolas en una unidad superior, elusiva y musical. Tal vez por eso el mayor libro del desencanto,La educación sentimental de Flaubert —el libro de todas las desilusiones, como se lo ha definido—, es también, en la melodía de su fluir melancólico y misterioso como el del tiempo, el libro del encanto y de la seducción de vivir. Todo mito revive y refulge sólo cuando se desmitifica su estereotipo, su hechizo de cartón; los Mares del Sur se convierten en un paisaje del alma en las páginas de Melville o de Stevenson que desmontan con crudeza cualquier pretendido escenario de intacto paraíso. Sólo criticando un mito se pone de relieve la fascinación a la que se resiste. El verdadero sueño, escribe Nietzsche, es la capacidad de soñar sabiendo que se sueña. 
“La historia literaria occidental de los últimos dos siglos es una historia de utopía y desencanto, de su inseparable simbiosis. La literatura se sitúa a menudo frente a la historia como la otra cara de la luna, la cara que deja en sombra el curso del mundo. Este sentido de la existencia de una gran falta en la vida y en la historia es la exigencia de algo irreductiblemente distinto, de una redención mesiánica y revolucionaria, fallida o negada por cada revolución histórica. El individuo advierte una herida profunda que le pone difícil realizar plenamente su personalidad de acuerdo a la evolución social y le hace sentir la ausencia de la verdadera vida. El progreso colectivo resalta todavía más el malestar del individuo; pretender vivir es de megalómanos, escribe Ibsen, aludiendo así a que sólo la conciencia de lo arduo y temerario que es aspirar a la vida auténtica puede permitir que nos acerquemos a ella. 
“En el desencanto resuena también el desengaño, el barroco desengaño' que es, también él, doloroso desenmascaramiento de la ilusión que hace resplandecer una verdad reluctante a la Historia. Un poeta de este desencanto barroco y ultramoderno, el vienés Ferdinand Raimund, cuenta, en su La corona mágica que trae desdichas —una comedia popular de principios del siglo XIX—, cómo un hada benévola le da al protagonista, Ewald, una antorcha prodigiosa que tiene el poder de transfigurar la realidad: quien ve el mundo a su luz ve esplendor y poesía por doquier, incluso allí donde no hay más que miseria y sordidez. El hada Lucina, al entregarle el regalo a Ewald, le revela el truco, le advierte que la antorcha le mostrará cosas hermosísimas pero ilusorias. La conciencia de ello no destruye sin embargo el embrujo de las cosas iluminadas por esa luz y la vida de Ewald, merced a ese don, se enriquece extraordinariamente. Esa antorcha no es falsa. Quien la usa sin saber que embellece el mundo es víctima de un engaño, porque no ve el dolor y la abyección y se hace ilusiones creyendo que la existencia es armoniosa. Pero el que la rechaza es igualmente ciego y obtuso, porque ese don, que ilumina la grisura del presente, da a entender que la realidad no es sólo mísera y roma. Tras las cosas tal como son hay también una promesa, la exigencia de cómo debieran ser; está la potencialidad de otra realidad, que empuja para salir a la luz, como la mariposa en la crisálida. 
“Quizás Raimund, cuando decidió dispararse un tiro con una pistola, algunos años después, se olvidara de ese don embrujado que había inventado. Pero los pecios de esa grande y naufragada arca de Noé que fue Cacania, el imperio habsbúrgico, brillan como leños que el diluvio ha empapado y vuelto fosforescentes, iluminados por ese irónico juego con el desencanto que es una elusiva sabiduría, un arte de escabullirse del jaque y defender el encanto. Al igual que los hijos de la vieja Austria, nosotros también vivimos sobre una cuenta extinguida, esperando que la creciente irrealidad del mundo y de los trozos de papel con los que lo compramos —o las medidas que no logramos comprender, pero a las que nos entregamos con confianza, como la proyectada eliminación física del dinero— acaben por borrar la diferencia entre los ceros del debe y los del haber. «Y sin embargo la vida es bella. ¿No es verdad?», dice el transeúnte leopardiano, que piensa lo contrario. «Eso es algo que ya se sabe», responde el vendedor de almanaques”. 
1996


Foto de Télam.

De Utopía y desencanto, Claudio Magris, traducción de J.A González Sainz; Anagrama, Barcelona, 2001.


sábado, 8 de enero de 2011

a vestirse



debe haber sido la primavera de 2008 cuando le dije a mi hija que se preparara para entrevistar a una de las diseñadoras de Vitamina, que presentaría en el alto rosario nueva colección, claro que yo sabía porque me habían avisado de atypica, si no todavía estaría por enterarme. es más, la nota iba a salir en esa revista, pero mi hija tardó un buen rato em escribirla... acá está.

 Silvia Ortiz, Vitamina girl.

por Elena Makovsky

“¡La ropa es sagrada!”, dice mi papá cuando yo o algún niño le tiramos de la camisa. Pensar que la ropa es sagrada, que podría no usarse encima, me consuela. Porque la ropa de Vitamina me sirve de inspiración: soy muy chica para ponérmela.
Mientras pienso en estas cosas estoy en la presentación de la nueva colección, primavera/verano 2008, de Vitamina, en el local del Alto Rosario. Estiro mi cuello para no perderme ningún detalle y me sorprende el saludo de la diseñadora Silvia Ortiz, que recién termina de hablar para todos de su último trabajo. Tener doce años y estar un poquito más abajo que la mayoría, en ciertas ocasiones, tiene sus beneficios. Creo que por eso Silvia me recibió con alegría cuando le dije que le iba a hacer algunas preguntas. Es más, la última estaba en mi lista de preguntas que casi nadie puede responder.
—¿En qué te inspiraste en esta temporada?
—Habíamos pensado hacer una colección que tenga que ver con playas, con cosas veraniegas. No queríamos hacer una colección tropical, queríamos hacer una colección como más urbana, porque nos parecía que mucha de la ropa tenía una onda más de los años sesenta, cosas como este tapadito que tengo puesto (apretado en la cintura y después suelto), bien entalladito. Los años sesenta tienen un entorno como más urbano, de arquitectura moderna, con cosas más ópticas y no… florcitas, si bien hay flores en la colección queríamos que no fuera flores, vegetación, que no fuera demasiado orgánico.
—¿Como se sabe cuándo hay belleza en la ropa?
—Y, es un sentimiento. Lo sientes acá, en la panza. El más fuerte lo sientes en la panza y no lo entiendes mucho, pero es una cosa puesta y realmente es una sensación. Nos pasa que tiene que ver con la tela y obviamente tiene que haber una armonía entre todo: entre tela, color, la proporción de la prenda, el largo justo; los detallecitos. O sea, tiene que haber un balance entre todas las cosas para que sea bello realmente. Y bueno, también la belleza está en el ojo del que mira, así que lo que para nosotros puede ser bello para otros, no. Tratamos de que a todos les resulte bello pero, bueno, es difícil.
—¿Qué lugar ocupa la ropa para vos?
—¡Ay!, el 98 por ciento de mi casa es ropa. En mi oficina hay ropa por todos lados. Realmente pienso en ropa todo el tiempo, pero lo pienso como que la ropa ayuda a que la gente transmita cosas. Es algo lindo, está bueno cambiar de estilo, uno se cansa de algo y busca otra cosa. Me encanta estar inspirada para crear cosas, recibir información, adaptarla. Adaptar las cosas al estilo Vitamina, que no es algo fácil. Cuando uno quiere estar a la moda hay que buscar algo especial, pero de moda, hay que tener en cuenta que otro lo puede tener también.
—¿Para vos corre la opción vestirse o formal o informal?
—No, no para mí la mezcla. Yo soy partidaria de mezclar clásico con no clásico, o diferentes estilos. Igualmente tiene que ver con el físico de la persona: qué te queda bien y qué no, esa es otra. El estilo también pasa por lo informal o lo formal, y es bien relativo hoy. Por ejemplo, el otro día fui a un casamiento súper formal y había una persona con jeans; o sea, era un jean divino, oscuro, con un topcito con brillo. Pero era un casamiento súper formal, tenía obviamente unos zapatos y una cartera divinos. Hoy por hoy no hay muchas reglas.
—¿Por qué el rosa es de mujer?
—Mira, yo creo que eso es una cosa muy que nos vienen metiendo desde que somos chiquitos. ¿Viste los bebés? Si es nena te regalo todo rosa, si es varón, todo celeste. Pero no sé por qué, quizá sea porque está relacionado con cosas que son rosas como las flores, el rubor de aquí, de las mejillas, cosas como esas, que clásicamente son de mujer. En los varones el azul tiene que ver con una cosa militar, una cosa más de uniforme. Igual, creo que esa idea fue siempre. Si bien hay cosas que se están rompiendo cada vez más. Yo veo tipos con camisa rosa, así que es como que se está disolviendo de a poco. Además, yo tengo puesto este tapadito azul y no me siento nada masculina.