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"I don't want to belong to any club that will accept people like me as a member." Groucho Marx en Groucho and Me (1959).

sábado, 26 de marzo de 2011

el agujero en el mosquitero

Nora Avaro escribió este texto genial sobre dos libros de los que hablamos: El hombre que amaba a los perros y la biografía de Trotsky de Jean-Jacques Marie. Le pongo ese título en el post aprovechándome de una línea, ya al final, que roza la iluminación —y digo "roza" porque aludo a esa iluminación, y toda alusión es un roce; no porque este ensayo no lo sea. Cierto, me nombra —de nuevo esto del egosurfing: lo siento, lo siento mucho—, y eso le da cierto vértigo a la lectura. Descubro que estuve ahí, que fui contemporáneo de algo una vez que leo: ver es haber visto, como decía el poeta. 
Bajo el título Los mosquitos del joven Trotsky, Nora descifra también (o, mejor, cifra) el nombre del padre: esa morada del sentido. 

Trotsky en el exilio en Siberia, 1900. Todas las fotos de The Leon Trotsky Archive.

Los mosquitos del joven Trotsky

por Nora Avaro, en Bazar Americano.

El día de mi cumpleaños número 50 mi papá me contó la batalla de Stalingrado. Meses antes, para el regalo de su cumpleaños número 75, yo había dudado entre dos libros, ambos consejos de mi amigo Pablo Makovsky que tiene un padre trotskista: una biografía de Trotsky de Jean-Jacques Marie y El hombre que amaba a los perros del cubano Leonardo Padura. Me decidí por la biografía de Trotsky porque a mi papá le interesan las vidas reales, si son rusas mejor. Si son imaginarias, sólo las que contaron los mismos rusos o, en su defecto, los franceses en el siglo XIX, esto incluye a Marcel Schwob porque mi papá cree que el buen gusto y las buenas opiniones siempre ponderan su error. Mi papá nunca va más allá del siglo XIX si se trata de imaginación y de novelas, y algo de razón lleva. Su comienzo favorito de la literatura universal es el de Tiempos difíciles de Dickens: “Pues bien; lo que yo quiero son realidades. No les enseñéis a estos muchachos y muchachas otra cosa que realidades. En la vida sólo son necesarias las realidades.” Si se trata de realidades, en cambio, su punto personal de culminación histórica es la batalla de Stalingrado. La batalla de Stalingrado le exonera apenas al Stalin de su juventud, a quien supo aceptar, para su pesar ulterior, durante un tiempo considerable hace ya mucho tiempo, cuando yo cumplía 3, 4 o 5 años y no 50.

La batalla de Stalingrado en la versión de mi papá se parece un poco, pero sólo en gasto de entusiasmo, a la del poema de Neruda, con la diferencia central de que la Stalingrado de mi papá está llena de precisiones históricas, las necesarias en la vida: ¡hechos, sobre todo hechos!, y la del poema de Neruda está llena de bobadas del limbo comunista: “Tu Patria de martillos y laureles, / la sangre sobre tu esplendor nevado, / la mirada de Stalin a la nieve / tejida con tu sangre, Stalingrado.” De todos modos, mi papá recitaba con fervor miliciano los endecasílabos de Neruda, y de hecho me sé, desde no puedo saber cuándo, muchos de memoria, tanto como todos los de “La libertaria” de González Tuñón, un poema muy superior de otro gran asunto histórico de mi papá, la guerra civil española: “Ven, catalán jornalero, a su entierro, / ven campesino andaluz a su entierro, / ven a su entierro yuntero extremeño, / ven a su entierro pescador gallego”.

Stalingrado: 50 kilómetros de ciudad a la orilla derecha del Volga. Durante más de seis meses nazis y soviéticos combatieron casa por casa, cuerpo a cuerpo, en un espacio cuya tierra de nadie estaba reducido al breve y corto lanzamiento de una granada: de una ventana a otra, de un cuarto a otro, de un piso a otro. Sangrientas y larguísimas pequeñas batallas, medidas en semanas y en centímetros, por cada habitación, cada plaza, cada taller, cada suministro de agua, cada vía del ferrocarril, cada muro, cada fábrica, cada calle, cada estación, cada sótano o cada montón de escombros. Fábrica Octubre Rojo, ciudad jardín Barricadas, centro comercial, fábrica Tractor, cabezas de puentes sobre el río, ciudad jardín Spartakova, Estación Central. 40.000 civiles muertos bajo 600 bombarderos alemanes en cifras de un solo rato el día 23 de agosto de 1942. Constantes avances y retiradas, escasez de municiones y alimentos, raciones diarias de 250 gramos de harina por persona, epidemias, hielos en el Volga a 30 grados bajo cero. La colina Mamai, el punto más elevado de la ciudad, objetivo decisivo de la batalla, pasando de un bando a otro infinidad de veces en pocas horas, de modo tal que al final de cada jornada se ignora qué tropa, ¡qué soldado!, gana transitoriamente el lugar. Calles y plazas desiertas al acecho de francotiradores, vueltos héroes de la propaganda soviética: Vasili Záitsev abate uno por uno a los 242 alemanes que un mal día asomaron su cabeza al día entre el cataclismo de piedras.

Mi papá asegura que la épica de la batalla de Stalingrado radica en la combinación brutal de distancia corta y período largo: semanas combatiendo por los dos metros por cuatro de un dormitorio en el que cualquier ruso durmió las noches del pacto de no agresión entre Hitler y Stalin. Quizá exagere, pero una vecindad tan minúscula, tan casera, tan sigilosa en el fragor amplio e impersonal de la guerra, enfrenta al tirador con la precisión de su tiro y su blanco en un duelo íntimo, a bajísima escala, que parece exceder cualquier idea, no digamos de patria ni de causa, sino de mera obediencia militar (aun bajo la amenaza inaudita de la ultimación a desertores —¡los propios soldados!— que Stalin ordenó a su tiempo). Los desprolijos aviones alemanes bombardeando la ciudad son, según mi papá, lo impropio de Stalingrado, la feroz generalización del nazismo en su versión más antiépica.

En cuanto al poder exterminador de la guerra aérea (“la aniquilación más completa del enemigo con todas sus propiedades, su historia y su entorno natural”), el alemán Sebald, en sus conferencias de Zurich Sobre la historia natural de la destrucción, eligió una forma literaria al tiempo testimonial y ética para el relato que le cabe. Se refiere allí especialmente al bombardeo de la ciudad de Hamburgo (entre otras muchas ciudades alemanas destruidas: tal, la Dresde de Vonnegut) por la Royal Air Force apoyada por la Octava Flota Aérea de los Estados Unidos, el 28 de julio de 1943, y a la incapacidad de la literatura alemana de tomar a cargo ese cuento.

En contra de toda alegoría, fabulación, novedad, procedimiento vanguardista, artificio, lenguaje secreto, en contra de todo misterio, lo que se resiste al afán descriptivo, aquello imposible de describir no por su hermetismo sino por su absoluta claridad, debe ser descrito en los términos más sencillos y directos, incluso tipológicos. Porque el atavismo, cultural, económico, clasista, permanece, para Sebald, aún en la excepción fulminante de la catástrofe: “los individuos y grupos afectados —escribe— son incapaces, aun en medio de una catástrofe, de evaluar el grado real de una amenaza y apartarse de sus papeles prescriptos”. El valor del sencillismo aquí, en los contornos históricos del desastre, radica en devolverle a la ruina instantánea su potencia testimonial en detrimento de los estereotipos testimoniales inflamados de retórica, figuras y aumentativos, Sebald lo llama “pura facticidad” y elige, para su demostración, más que uno trágico, un detalle de cuño costumbrista, ya que es justamente la costumbre la que está bajo estado de emergencia. El escritor “Nossack cuenta cómo escribe Sebald— al volver a Hamburgo unos días después del ataque vio a una mujer que en su casa, ´que se alzaba sola e intacta en el medio del desierto de escombros’, estaba limpiando las ventanas”. La casa única entre las ruinas y la sobreviviente limpiando su ventana como es costumbre, absolutamente ciega a la claridad del entorno, es de carácter imposible, es el imposible detalle real de la indiscriminada destrucción aérea.

El corresponsal de guerra inglés Alexander Werth inició su viaje a Stalingrado a principios de enero de 1943, en “las horas de la capitulación”, y lo contó en su libro De la invasión a Stalingrado. En Leninsk, a 50 kilómetros del último frente que cercaba en una “bolsa” a los alemanes, Werth conoció a la enfermera rusa Nadia con quien mantuvo esta conversación:

“—No soy enfermera realmente —aclaró— sino especialista en estadística médica agregada a este hospital.

—Pues seguro que habrá tenido ocasión de ejercer su oficio durante el pasado otoño —sugerí.

—Ya lo puede creer —repuso la chica—. Vivía habitualmente en el número 24 de la calle Frunze.”

La mención de un domicilio particular provoca en Werth una sorpresa de alto grado (“Parecía tan extraño que alguien pudiera darnos una dirección en Stalingrado…”). Una dirección, es decir, la existencia milagrosa de una casa concreta de una calle concreta de una muchacha concreta en el bombardeado presente de la ciudad, tiene una fuerza de arrasamiento mucho mayor aquí, en la previa de lo inimaginable, que cuando Werth poco después se enfrente a los escombros y chatarras de la colina Mamai o a los sótanos de los almacenes Univermag, donde más de doscientos prisioneros alemanes se extinguen de hambre y gangrena.


Póster de Trotsky demonizado por los rusos blancos reaccionarios. (Ca. 1917.)

Para mi papá, que impugna, por diversas razones y no sólo las humanitarias, los bombardeos alemanes de Stalingrado, como los bombardeos aliados de Dresde, y se admira de las emboscadas y camuflajes de la batalla urbana en la que los rusos vencieron la capacidad terrestre de los tanques y la aérea de la Luftwaffe nazi, hay en Stalingrado una epopeya del detalle que quizá tenga en términos de firmeza la misma apoyatura poética que sostiene, en la ventana de Hamburgo, la actividad sencilla de la alemana; en la exacta calle Frunze 24, la casa de la rusa Nadia; y en Nijne-Ilimsk, los mosquitos del joven Trotsky.

Aunque finalmente le regalé a mi papá la biografía de Trotsky de aquel académico francés, ambos también leímos El hombre que amaba a los perros de Padura, novela que recrea, por un lado, el último exilio de Trotsky (el definitivo, el de Stalin) y, por otro, la vida de Ramón Mercader, su asesino, en los tiempos de la preparación y ejecución del asesinato. Y bien digo por un lado y por otro, porque la novela intercala capítulos de una y otra historia, y de una tercera, bastante menor y ficticia, que es la del cubano que las narra. ¿Qué puede hacer el destino de cualquier narrador-personaje más o menos anónimo, por más cubano que sea, ante los fabulosísimos destinos de Trotsky y de Mercader? Poco y nada ante la atracción magnética orbital que sujeta al criminal y a la víctima, y a ambos, a una distancia de estepa rusa pero con una influencia propia de la ley de gravedad, a Stalin: el motor inmóvil del mayor asesinato político del siglo XX.

Dos virtudes tiene la novela de Padura. Una, alimentar casi sin declive y por casi 600 páginas la potencia de esa gravitación entre el español y los dos rusos y lograr que se agigante, a cada episodio, en una contienda seglar y planetaria. La otra, sostener el impulso novelesco sin traicionar la “pura facticidad”, de modo tal que la presencia de los personajes se dinamiza en detalles vivenciales sin perder jamás su estatura política y sin que eso implique para ellos esa funesta reserva moral tan propia de la novela histórica. Precisión en la data documental, brillo en los pormenores, tensión narrativa de largo aliento, tres valores que mi papá no podía dejar de apreciar en esta novela del siglo XXI que se parece a las del XIX.

 Con su esposa Natalia y su nieto Leva en México, en 1940.

En cambio, la biografía del académico francés fue rechazada, y si no fuera por los mosquitos del joven Trotsky que dejaron en mi papá y en mí algún aprendizaje —y cualquier hijo sabe qué grado de importancia le dan los padres a los aprendizajes, más los padres con pasado ruso—, podría agregar aquí: rechazada “de plano”.

Jean-Jacques Marie escribe 590 páginas de hechos sobre la vida política de Trotsky con una escrupulosidad aletargante, “los hechos tomados en su mal sentido y no en la fuerza de avance de sus detalles”, dice mi papá. Una suma de fechas, desplazamientos, cárceles, destierros, polémicas, cismas, organizaciones, alzamientos, mitines, traiciones, muertes que, en su escalada inflacionaria, atascan los caminos narrativos de la revolución y de los revolucionarios. Lenin y Trotsky, en octubre de 1917, parecen nombres en un expediente burocrático stalinista cuya generalidad bombardeara hasta pulverizarlo cualquier deslinde singular e insurgente, justamente aquel que hizo excepcionalmente únicos a Lenin y a Trotsky. Pero la falla no está en la cantidad de información, ¿quién no agradecería páginas y páginas sobre la innumerable vida de Trotsky?, sino en la pérdida del vínculo magnético entre la precisión del dato y su línea de abundancia (Stalingrado: 242 alemanes caídos en la puntería de Záitsev). Otra posibilidad a seguir en su libro, entre las infinitas de Herbert Quain, era la de los mosquitos del joven Trotsky, pero Marie la desechó por mera devoción a la sumatoria documental.

En mayo de 1900, a los 21 años, Trotsky parte a su primer exilio en la Siberia oriental con su primera mujer Aleksandra y su pequeña hija Zinaida. El viaje en tren, en trineo y en barco dura cuatro meses “salpicado de escalas en las prisiones de tránsito”. De Ust-Kut, donde hay muchos mosquitos, la familia se muda poco después a Nijne-Ilimsk, donde hay muchos mosquitos más. “Nijne-Ilimsk es el infierno en la tierra —escribe Marie—. El burgo vive bajo el asedio constante de una espesa nube de mosquitos. Todas las casas cuentan con densos mosquiteros y una doble puerta; los habitantes sólo salen enguantados y con la cabeza y los hombros cubiertos por una doble red de malla apretada. El distraído que olvida hacerlo tiene al cabo de algunos minutos la cara y las manos picadas y llenas de sangre y todo el cuerpo arde.” Este dato ambiental extremo de Nijne-Ilimsk, en una línea narrativa entre otras que trazara los numerosos destierros de Trotsky, tendría que haber marcado para Marie la piedra de toque de su biografía. Insignificante adversidad ambiental multiplicada por trillones de mosquitos. Trillones de sempiternos mosquitos zumbando en la cabeza del joven tenedor de libros, el joven tenedor de libros luchando contra los mosquitos mientras lee a Maupassant, la doble puerta de su casa, las redes densas para salir al exterior, las picaduras, la sangre de las picaduras, las ronchas del futuro creador del Ejército Rojo. ¿No es un dato extraordinario en su insignificancia? Porque qué es el ataque de unos mosquitos, aunque vengan en masa, entre las batallas que le esperan a Trotsky. Sin embargo, la oceánica concentración de mosquitos, no tres o diez mosquitos que se puedan pasar por alto en la habitación de Zinaida, sino nubes materiales de mosquitos ¡en Siberia!, temprano adelanta un dato prodigiosamente singular que Marie sabe anotar pero desaprovecha: no habrá en lo que sigue, en el mosquitero narrativo del francés, malla de tamaña densidad literaria. “Una por la que el sentido”, dice mi papá, “aunque no sepamos bien cuál es, invade el mundo”.

Trotsky de uniforme, en 1918.


(Actualización marzo-abril 2011/ BazarAmericano)

Nora Avaro en El interpretador: Barón Biza | Benesdra. En la columna de Bazar Americano. En Transatlántico.

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