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martes, 13 de octubre de 2009

damián tabarovsky > la polémica fraterna


 el 16 de mayo de 2005 publiqué en las desaparecidas páginas de cultura del desaparecido diario el ciudadano & la región esta entrevista a tabarovsky (a quien conocí en persona, después de varios intercambios de correos y mensajes, recién en septiembre de este año). la firmamos con Diego Giordano, con quien leímos entusiasmados literatura de izquierda.

la ilustración de daniel garcía en la tapa del libro de las viterbo

Como en todos lados, en la literatura –en su ambiente cada vez mejor perfumado–, existen capillas y en esas capillas hay altares consagrados a una trinidad de autores. Claro que no sólo hay autores y capillas en la grey, también hay lecturas. Y con los mismos escritores con que proliferaron de Buenos Aires a Rosario, de Rosario a Córdoba y de Córdoba a Bahía Blanca una serie de templos, el escritor Damián Tabarovsky (Buenos Aires, 1967) ensaya en Literatura de izquierda una lectura que es tanto una inquisición lúcida sobre la escena de las letras, como una provocación y un llamado a la polémica.
Tabarovsky, quien tiene un prestigioso doctorado francés en Socilogía prefiere, sin estridencia, el oficio de escritor desde que birlara a su profesor Emilio De Ípola una anécdota que le sirvió para definir la diferencia entre la Literatura y sus estudios profesionales. Cansado de que la anciana parienta lo increpara sobre sus estudios, De Ípola desenfundó un día: “Abuela, es muy simple: si vienen de a uno, es psicología; si vienen de a varios, es psicología social; y si vienen de a muchos, entonces es sociología”. De lo que Tabarovsky concluye: “Esa misma tarde decidí que la sociología no sería lo mío. Porque me di cuenta de que a mí no me importaban las cosas «que venían de a muchos». Al contrario sólo me interesan las cosas raras, la singularidad, la anomalía, el defecto, el acontecimiento; la excentricidad más extrema. Esa posición, para mí lleva un nombre: literatura”.
Las frases: “La literatura se opone al libro” o, gran parte de la literatura argentina contemporánea tiene tan claro lo que quiere decir “que a veces es más interesante mirar televisión” pueden leerse en Literatura de izquierda, primer libro de ensayos de Tabarovsky (autor de las novelas Fotos movidas, Coney Island, Bingo, Kafka de vacaciones y Las hernias), quien a la vez se mofa de las pretenciones mediáticas de Juan Forn, Rodrigo Fresán y Cristina Civale, así como de la actitud “seria” de Leopoldo Brizuela, Pablo De Santis o Marcelo Birmajer, a quienes les endilga una literatura “eficiente” que fracasa “porque trata al lenguaje como a una especie de empleado doméstico, y pierde de vista que el lenguaje no es el empleado, sino el patrón. Y frente al patrón, siempre, hay una sola salida: la lucha de clases”.
—Uno de los temas de “Literatura de izquierda” es la relación entre lenguaje y política, un tema que debe haber trabajado mucho en sociología.
—El libro no se inscribiría en la tradición de la sociología de la literatura, que es la que está siempre preocupada por la relación entre la obra y su contexto. Pero sí hay detrás de eso mucha lectura de ensayos filosóficos o sociológicos. Sin embargo, creo que mi libro se inscribe más dentro de lo que sería un ensayo de escritor, de ensayo literario más que sociológico. A mí me interesa pensar teóricamente ciertos problemas literarios. Ahora bien, este “teóricamente” excede a la sociología, e incluye la crítica literaria, la teoría estética, la filosofía contemporánea. Y a la literatura. Yo creo que la literatura es una forma de conocimiento. Ese es uno de los ejes del libro. Hay zonas del conocimiento a las que se accede a través de la literatura. La literatura tiene una dimensión cognitiva que está un poco postergada, y que a mí me interesa poner en primer plano.
—¿Por qué definís a la academia y al mercado como “lugares a salvo”?
—Quizás sea una exageración porque en la Argentina todo es precario. Pero digo a salvo en dos sentidos. El primero es que tanto la academia como el mercado tienen una trayectoria y una tradición consolidada. En el caso de la academia es la trayectoria de la democracia, los últimos veinticinco años. Después de algunos momentos tambaleantes, la academia hoy es una institución que funciona y tiene sus reglas internas, sus lugares de poder, sus concursos, y su función en sentido epistemológico, no sólo económico. Y el mercado fue el gran experimento del menemismo, que entra en crisis con la Alianza, pero entra en crisis porque implosiona, no entra en una crisis epistemológica. Quiero decir, hay, incluso en los sectores más progresistas, una fantasía de que se debería volver al mercado. La idea de la Alianza fue la de un mercado a escala humana, menos salvaje. Yo digo que estos dos lugares están a salvo en comparación a cierta idea de la literatura, que es la que a mí me interesa, que está siempre amenazada por su desaparición. Por supuesto que no estamos hablando de la academia francesa ni del mercado norteamericano, pero frente a una literatura más crítica y más radical, son dos lugares consolidados. Lo propio del arte es estar preguntándose, muriendo y resucitando. El peligro es que no se vuelva a resucitar, es un riesgo real de desaparición que no sufren ni la academia ni el mercado. Lo que yo intento demostrar es que son dos lugares que a primera vista parecen antagónicos, pero que en verdad tienen muchos puntos de contacto y pasajes de un polo al otro. Hay figuras que pasan del mercado a la academia sin ningún problema, hay temas que comparten, trayectorias que van y vienen.
—La idea de la literatura como forma del conocimiento no es nueva pero no está muy en boga.
—No, es cierto. Es algo que no está demasiado desarrollado. Incluso, en el libro no está trabajado a fondo. En un momento se pensó en la literatura como una forma de conocimiento, pero desde una tradición organicista, que a mí no me interesa. En mi libro yo menciono un trabajo de Martha Nussbaum, en el que ella supone que la literatura tiene que funcionar para religar a la sociedad. La literatura debería funcionar como un espejo en el que aparezcan valores, como la literatura del siglo XIX. Cuando me refiero a la literatura como forma del conocimiento me refiero a un tipo fuerte de experiencia, no a una idea de divulgación. Se trata de una experiencia a la que se accede sólo a través del arte o la literatura, y cuando uno vuelve no puede contarlo. Cuando uno vuelve de un experimento científico, uno puede contarle a la sociedad lo que vio. Es un conocimiento que puede transmitirse. Creo que la ciencia funciona a partir de la creencia de que el conocimiento puede transmitirse. En el caso de la literatura, lo que aparece es la paradoja de que quien accede a ese conocimiento, no lo puede contar.
—En tu libro volvés una y otra vez a la idea de lo singular, contrapuesta al “venir de a muchos”.
—La literatura es una comunidad de seres singulares. Otra paradoja que refuerza la idea de que la literatura es la gran entidad paradójica. Mientras que la comunidad siempre fue pensada como una unión más importante que sus partes, la comunidad de la literatura funciona al revés, funciona a partir de singularidades, que siempre están en tensión. Yo trato de poner en relación dos conceptos que generalmente no están juntos, fratia y polemos. La tradición de la comunidad, que es la de la amistad, lo fraterno, al mismo tiempo ligada a la polémica. Es la amistad y la crítica. La comunidad de la literatura es fraterna y crítica al mismo tiempo. Es el lugar de la paradoja.
—Alan Pauls dijo en este diario que le interesaba la literatura que no cierra del todo, la que no está, por decirlo de algún modo, del todo bien hecha.
—Sí, una literatura que tenga un espacio de deformidad, de mugre, de suciedad, de imperfección. Ahora estoy escribiendo una novela, y en uno de sus capítulos hago un elogio del chiste malo. El chiste malo encarna la idea de lo que a mí me interesa. El chiste bueno hace reír, está limitado al paradigma de la eficacia. En los años 80, las quejas de la gente eran “acá no funciona nada”. Y la literatura de los años 90 se sumó a las demandas sociales de que las cosas debían andar bien. Se escribieron novelas con finales muy coherentes, personajes bien construidos, textos bien narrados. Yo sigo pensando que la literatura es una anomalía y no puedo pensarla desde la eficiencia, sino todo lo contrario, desde el exceso, la pérdida de tiempo, del desperdicio. La idea del chiste es una buena alegoría. Cuando un chiste es malo, la gente se queda en silencio, preguntándose qué hacer. Eso es la literatura, el cómico que no hace reír.
—En tus novelas hay una idea del humor...
—En mis novelas hay cierto sentido del humor, y muchas veces me han dicho “qué divertido es tu libro”. Eso me parece irrelevante porque además sería casi dogmático defender un cierto tipo de literatura humorística. Yo no me considero un autor humorístico ni me interesa ser eficiente y hacer reír. Me interesa un humor que no termina de funcionar del todo, melancólico y frágil, más ácido que humorístico.
—En “Literatura de izquierda” mencionás el estudio de Luc Boltanski y Ève Chiapello, “El nuevo espíritu del capitalismo”.
—Ese es uno de los grandes libros de sociología de la última década. Yo hago una lectura que no es estrictamente sociológica sino que la saco de contexto y la utilizo para lo que a mí me interesa. En ese libro hay un análisis muy profundo de los textos de management con los que se forman los ejecutivos jóvenes. Y la conclusión es que las categorías ideológicas de esos textos son las mismas que se utilizaban en los años 60 con un sentido revolucionario. Por ejemplo, azar, indeterminación, adaptarse al cambio, son palabras decisivas. En una sociedad burocratizada, rígida y paternalista, los jóvenes pedían flexibilizar la vida cotidiana. Hoy, la misma palabra significa rajar gente del trabajo. El libro sigue el recorrido de esa terminología. Es decir, cómo una decena de palabras que fueron claves en los 60, vuelven a funcionar en los 90 bajo el modelo del capitalismo global. Es un desarrollo brillante porque no piensa el fenómeno en términos nitzscheanos, según los cuales la sociedad funciona bajo una guerra de discursos en la que un discurso vence al otro, sino que aquí un discurso continúa treinta años después de su aparición, pero con el significado inverso. Es un libro que incluso ayuda a pensar en ciertas cuestiones literarias. Durante mucho tiempo vivimos bajo el dogma de que no se podían pensar las categorías de la sociedad desde la literatura porque es una operación mecanicista. Y yo comparto, pero eso llegó a un punto extremo en el que el dogma era “no se puede pensar”. Creo que mi libro, bueno o malo, intentaba reponer la idea de que se puede seguir pensando y discutiendo de estética. Hay estética, no todo da lo mismo. Y se pueden discutir y pensar temas como la relación del escritor con su obra, con la sociedad, con el mercado. Creo que son debates que quedaron suspendidos desde la vuelta a la democracia.
—¿Por qué decís que “La operación Massotta”, de Carlos Correas, fue mal leído?
—Correas tuvo la mala suerte de publicar su libro, que considero absolutamente extraordinario, en un momento en el que aparecen libros de sociología y crítica cultural sobre la década del 60. Mucha gente fue a leer eso en el libro de Correas y se encontró con ese ovni, que es una biografía de otro mezclado con una autobiografía en contra, en contra del otro y en contra del uno. Un texto con una calidad literaria altísima y un dramatismo raro para la cultura argentina. Creo que no se supo qué hacer con ese libro. Eso ocurre cuando la literatura está un paso más allá, cuando se inventa un nuevo lenguaje y los lectores no tenemos las claves para decodificarlo. Para colmo, la sociedad argentina es muy pacata, y las biografías que se escriben son siempre a favor. Para mí, el libro de Correas es uno de los grandes libros de crítica cultural de la argentina. Correas llegó a lo que uno aspira, a escribir el libro único, sin herencia, que no se sabe a qué género pertenece.
—Afirmás que los efectos de la obra de Borges son más culturales que literarios...
—Los efectos literarios de Borges no son muy interesantes. El borgismo se ha museificado en lo más obvio, los laberintos, la cosa anglosajona. Ahora, el pensamiento de Borges sobre la literatura o lo argentino, es otra cosa. “El escritor argentino y la tradición” parece haber sido escrito esta misma tarde. Por eso creo que los efectos de Borges son más culturales que literarios. A diferencia de un escritor como Puig, que ha dado una riquísima letra literaria y no un puigismo cultural.
—En “Literatura de izquierda” mencionás al novelista rosarino Oscar Taborda. ¿Qué opinás de sus novelas?
40 watts y Las carnes se asan al aire libre me parecieron dos libros muy interesantes, sumamente ambiciosos. Las carnes parece decir: “Por qué Saer va a ser el único que cuente esta historia”. Me parece que la ambición pasa por entrar en un terreno colonizado por otro y demostrar que el otro se equivocó. 40 watts me impresionó mucho porque no se sabe qué clase de libro es, cuál es su tradición. Hay en ese libro un trabajo notable sobre la espacialidad y la temporalidad.
—También decís que el impacto de la obra de César Aira recién será comprendido de aquí a unos años.
—Si yo escribiera una nota sobre Aira la titularía “¿Genio o farsante?”. Me parece que Aira está haciendo algo mucho más profundo con la cantidad de libros que sigue sacando. Si no me equivoco, tiene cincuenta años y una misma cantidad de libros publicados. Lo que está haciendo es que cada novela sea un capítulo de una gran obra. Ya no importa si las novelas son malas. De hecho, quince o veinte de sus novelas son decididamente malas. Pero su sistema hace que eso no importe. Lo que para cualquier escritor sería demoledor, en Aira funciona. La pregunta es porqué publica las malas. Mi lectura es que Aira toma la tradición moderna del siglo XIX, la obra de arte total –lo que pretendían Wagner y Mallarmé–, y la lee desde las vanguardias. Lo que arma es una suerte de anti-obra de arte total. Es el único gran escritor conceptual de la literatura argentina. Él genera una obra de arte total pero estallada, fragmentada, que nunca cierra. A diferencia de lo que piensa Sandra Contreras, yo creo que Aira sí es el escritor posmoderno. Pero es moderno y posmoderno al mismo tiempo. Por eso creo que aún no podemos saber los efectos de su obra, ni si es un genio o un sinvergüenza. Me parece, incluso, que llegó a un punto de no retorno, radical. Aira puede darse el lujo de publicar veinte novelas malas, de publicar en editoriales chicas, medianas, grandes. Y no es una estrategia de marketing, sino la condición necesaria de su obra. Su obra necesita ese desperdigamiento para funcionar en esta fragmentación que remite a una totalidad estallada. Aira nunca necesitó ese truco tan tonto de continuar la historia de un personaje en la novela siguiente. Yo me siento más cercano a la tradición de Fogwill, en la que cada texto percuta y genera un impacto.
—Otro de los novelistas que mencionás en tu libro es Daniel Guebel. ¿Qué visión tenés de su obra?
—Guebel es el paradigma del chiste malo y de la literatura que no cierra. Mientras que en Aira funcionan las ideas de la obra de arte total, Guebel no tiene esas ambiciones. Y lo que hace es una serie de novelas, algunas no son buenas, otras sí, en las que aparece en primer lugar la idea de que el lenguaje no es eficiente, la idea del chiste malo, cierta deformidad. Es el novelista de lo arbitrario, escribe sin que le importen demasiado las leyes internas de la novela. Por eso no gusta y hay como una sorna cuando se lo menciona. Se dice “no es serio”. Justamente, eso es lo mejor de Guebel, que no es serio.


ENSAYO. Literatura de izquierda, Damián Tabarovsky
Beatriz Viterbo editora 
Rosario, 2004 
105 páginas
 Tabarovsky, foto personal enviada por correo electrónico.

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