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lunes, 18 de marzo de 2024

en la zona de confort hay ruido a muerte

Este artículo fue publicado en el diario británico The Guardian el jueves 14 de marzo pasado bajo el título: “The Zone of Interest is about the danger of ignoring atrocities – including in Gaza” (“‘La zona de interés’ trata sobre el peligro de ignorar las atrocidades, Gaza incluida”). Naomi Klein, quien la firma, es a esta altura una de las autoras más deslumbrantes de la contemporaneidad. Su obra incluye desde la siempre vigente La doctrina del shock (2007) hasta la reciente Doppelganger: A Trip into the Mirror World (2023). Estuvo a principios de los 2000 en Argentina, donde escribió el guión del documental La toma (2004), que narra la toma de una fábrica por sus trabajadores tras el Cacerolazo y el estallido de diciembre de 2001. Traducción de P.M.

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por Naomi Klein

Ya es una tradición de los Oscar: alguien lanza un discurso político serio que perfora la burbuja del glamour y la autocomplacencia. A lo que sobrevienen respuestas enfrentadas. Algunos censuran el discurso como el ejemplo de artistas en la cima de un cambio cultural; otros, como la usurpación egoísta de una noche que sería de celebración. Y así todos siguen adelante.

Sin embargo, sospecho que el impacto del discurso Jonathan Glazer que detuvo el tiempo en los Premios de la Academia del domingo 10 de marzo pasado será significativamente más duradero, y su significado e importancia se analizarán durante los años por venir.

Glazer aceptaba el premio a la mejor película internacional por La zona de interés, inspirada en la vida real de Rudolf Höss, comandante del campo de concentración de Auschwitz. La película sigue la idílica vida doméstica de Höss con su esposa e hijos, que se desarrolla en una casa señorial y un jardín inmediatamente adyacente al campo de concentración. Glazer ha descrito a sus personajes no como monstruos sino como “horrores arribistas, burgueses y aspiracionales”, personas que logran convertir el mal profundo en ruido blanco.

Antes de la ceremonia del domingo, la relevancia de La zona ya había sido anunciada por varias deidades del mundo del cine. Alfonso Cuarón, el director ganador del Oscar por Roma, la llamó “probablemente la película más importante de este siglo”. Steven Spielberg la declaró “la mejor película sobre el Holocausto que he presenciado desde la mía”, en referencia a La lista de Schindler, que arrasó en los Oscar hace 30 años.

Pero si bien el triunfo de la Lista de Schindler representó un momento de profunda validación y unidad para la comunidad judía mayoritaria, La zona llega en una coyuntura muy diferente. Hay debates acalorados sobre cómo se deben recordar las atrocidades nazis: ¿debería verse el Holocausto exclusivamente como una catástrofe judía, o algo más universal, con mayor reconocimiento para todos los grupos que fueron objetivo del exterminio? ¿Fue el Holocausto una ruptura única en la historia europea, o una vuelta a casa de los genocidios coloniales anteriores, junto con un regreso de las técnicas, lógicas y fraudulentas teorías raciales que desarrollaron y desplegaron? ¿“Nunca más” significa nunca más para cualquiera, o nunca más para los judíos, una promesa por la que se imagina a Israel como una especie de garantía intocable?

Estas batallas por el universalismo, por la apropiación del trauma, el excepcionalismo y la comparación son el corazón del señero caso de genocidio que presentó Sudáfrica contra Israel ante la corte internacional de justicia, que también agrieta a las comunidades, congregaciones y familias judías de todo el mundo. En un minuto de acción concentrada, y en nuestro momento de autocensura bochornosa, Glazer adoptó sin miedo posiciones claras sobre cada una de estas controversias.

“Todas nuestras decisiones fueron tomadas para reflexionar y confrontarnos en el presente, no para decir: 'Mira lo que hicieron entonces'; más bien, 'Mira lo que hacemos ahora'”, dijo Glazer, despachando rápidamente la noción de que comparar los horrores actuales con los crímenes nazis es inherentemente minimizar o relativizar, y no dejando dudas de que su intención explícita era trazar continuidades entre el monstruoso pasado y nuestro presente monstruoso.

Y fue más allá: “Estamos aquí como hombres que refutan su judaísmo y el Holocausto [en tanto ha sido] secuestrado por una ocupación que ha llevado al conflicto a tantas personas inocentes, ya sean las víctimas del 7 de octubre en Israel o del ataque en curso contra Gaza”. Para Glazer, Israel no tiene ningún salvoconducto, ni es ético utilizar el trauma intergeneracional judío del Holocausto como justificación o cobertura de las atrocidades cometidas por el Estado israelí en la actualidad.

Por supuesto que otros ya señalaron antes estos puntos, y muchos pagaron un alto precio, especialmente si eran palestinos, árabes o musulmanes. Curiosamente, Glazer lanzó sus bombas retóricas protegido por el equivalente identitario de una armadura, de pie ante la brillante multitud como un judío blanco y exitoso –flanqueado por otros dos judíos blancos exitosos– que acababan de hacer juntos una película sobre el Holocausto. Pero incluso esa falange de privilegios no lo salvó de la avalancha de difamaciones y distorsiones que tergiversaron sus palabras para afirmar erróneamente que había repudiado su judaísmo, lo que sólo sirvió para subrayar el punto de vista de Glazer sobre aquellos que convierten el victimismo en un arma.

Igualmente significativo fue lo que podríamos considerar el metacontexto del discurso: lo que lo precedió y lo que siguió inmediatamente. Quienes sólo hayan visto clips online se perdieron ese costado de la experiencia, y es una pena. Porque tan pronto como Glazer concluyó su discurso –dedicando el premio a Aleksandra Bystroń-Kołodziejczyk, una mujer polaca que alimentó en secreto a los prisioneros de Auschwitz y luchó contra los nazis como miembro del ejército clandestino polaco–, salieron los actores Ryan Gosling y Emily Blunt. Sin siquiera una pausa comercial que nos permitiera recuperarnos emocionalmente, fuimos arrojados de inmediato en un recorte de "Barbenheimer", con Gosling diciéndole a Blunt que la película sobre la invención de un arma de destrucción masiva que ella protagonizó había cubierto con las solapas del abrigo rosa de Barbie un éxito de taquilla, y Blunt acusando a Gosling de pintarse los abdominales.

Al principio, temí que esta yuxtaposición imposible socavara la intervención de Glazer: ¿cómo podrían coexistir las tristes y desgarradoras realidades que acababa de invocar con ese tipo de energía de fiesta de graduación de secundaria californiana? Entonces me llegó el sopapo: al igual que los furiosos defensores del “derecho a defenderse” de Israel, el brillante artificio que envolvía el discurso también estaba ayudando a exponer su punto.

“El genocidio se vuelve el ambiente de sus vidas”: así es como Glazer describió la atmósfera que intentó capturar en su película, en la que sus personajes atienden sus dramas cotidianos –niños sin dormir, una madre difícil de complacer, infidelidades ocasionales– en la sombra de las chimeneas que arrojan los restos humanos. No es que estas personas no sepan que una máquina asesina a escala industrial zumba justo detrás del muro de su jardín. Simplemente han aprendido a llevar vidas satisfechas con el genocidio en el ambiente.


Glazer y el elenco de “La zona de interés” en Cannes, en mayo de 2023.

Ésto es lo que parece más contemporáneo, la mayor parte de este terrible momento, en la asombrosa película de Glazer. Más de cinco meses después de la matanza diaria en Gaza, con Israel ignorando descaradamente las órdenes de la corte internacional de justicia, mientras los gobiernos occidentales regañan gentilmente a Israel y le envían más armas, el genocidio está volviendo a ser parte del ambiente una vez más, al menos para aquellos de nosotros que tenemos la suerte de vivir en los lados seguros de los muchos muros que dividen nuestro mundo. Corremos el riesgo de que continúe y se convierta en la banda sonora de la vida moderna. Ni siquiera en el evento principal.

Glazer destacó más de una vez que el tema de su película no es el Holocausto, con sus conocidos horrores y particularidades históricas, sino algo más duradero y omnipresente: la capacidad humana de vivir con holocaustos y otras atrocidades, de hacer las paces con ellos, de beneficiarse de a ellos.

Cuando la película se estrenó en mayo pasado, antes del ataque de Hamás del 7 de octubre y antes del interminable asalto de Israel a Gaza, se trataba de un experimento mental que podía contemplarse con cierto grado de distancia intelectual. Los miembros del público del festival de cine de Cannes que dieron a La zona de interés una entusiasta ovación de pie de seis minutos probablemente se sintieron seguros al juguetear con el desafío de Glazer. Quizás algunos contemplaron el azul del Mediterráneo y consideraron cómo ellos mismos se habían sentido cómodos, e incluso desinteresados, con las noticias de barcos llenos de gente desesperada a la que dejaban que se ahogara cerca de la costa. O tal vez pensaron en los jets privados que habían tomado para ir a Francia y en la forma en que las emisiones de los vuelos están vinculadas con la desaparición de fuentes de alimentos para personas empobrecidas en sitios lejanos, o con la extinción de especies, o con la posible desaparición de naciones enteras.

Glazer quería que su película provocara este tipo de pensamientos incómodos. Dijo lo que vio: “El mundo cada vez más oscuro a nuestro alrededor y tuve la sensación de que tenía que hacer algo con respecto a nuestras similitudes con los perpetradores antes que con las víctimas”. Quería recordarnos que la aniquilación nunca está tan lejos como podríamos pensar.

Pero cuando La zone llegó a los cines en diciembre, el sutil desafío de Glazer para que el público contemplara su Höss interior estaba mucho más pegado al hueso. La mayoría de los artistas intentan desesperadamente aprovechar el espíritu de la época, pero La zone, cuyo estreno en cines ha sido silenciado dada la respuesta inicial, bien puede haber sufrido algo raro en la historia del cine: un exceso de relevancia, una oferta excesiva de minuciosidad.

Una de las escenas más memorables de la película ocurre cuando llega a la casa de los Höss un paquete lleno de ropa y lencería robadas a los prisioneros del campo. La esposa del comandante, Hedwig (interpretada de un modo más que convincente por Sandra Hüller), indica a todos, incluidos los sirvientes, que pueden elegir algo. Se guarda un abrigo de piel e incluso se prueba el lápiz labial que encuentra en un bolsillo.

Es la intimidad con los enseres de los muertos lo que resulta tan escalofriante. Y no imagino cómo alguien puede ver esa escena y no pensar en los soldados israelíes que se filmaron rebuscando en la lencería de los palestinos cuyas casas ocupan en Gaza, o alardeando de robar zapatos y joyas para sus prometidos y novias, o tomándose selfies grupales con los escombros de Gaza como telón de fondo. (Una de esas fotos se volvió viral después de que el escritor Benjamin Kunkel agregara la leyenda “La zona de Pinterest”.)

Hay tantos ecos de este tipo que, hoy, la obra maestra de Glazer parece más un documental que una metáfora. Es casi como si, al filmar La zona al estilo de un reality show, con cámaras ocultas por toda la casa y el jardín (Glazer se ha referido a esto como “El Gran Hermano en la Casa Nazi”), la película anticipara el primer genocidio transmitido en vivo, la versión filmada por sus perpetradores.

La zona ofrece un retrato extremo de una familia cuya vida plácida y bonita fluye directamente de la maquinaria que devora la vida humana al lado. Este no es, en absoluto, un retrato de personas que lo niegan: saben lo que está sucediendo al otro lado del muro, e incluso los niños juegan con dientes humanos recogidos de la basura. El campo de concentración y la casa familiar no son entidades separadas; están unidas. El muro del jardín de la familia, que crea un espacio cerrado para que jueguen los niños y da sombra a la piscina, es el mismo muro que, del otro lado, encierra el campo.

Todos los que conozco que han visto la película sólo pueden pensar en Gaza. Decir esto no es pretender una ecuación uno a uno o una comparación con Auschwitz. No hay dos genocidios idénticos: Gaza no es una fábrica diseñada deliberadamente para asesinatos en masa, ni estamos cerca de la estadística de muertos de los nazis. Pero la única razón por la que se erigió el edificio del derecho internacional humanitario de posguerra fue para que tuviéramos las herramientas para identificar colectivamente patrones antes de que la historia se repita a gran escala. Y algunos de los patrones –el muro, el gueto, las matanzas en masa, el intento de eliminación declarado repetidamente, la hambruna masiva, el saqueo, la alegre deshumanización y la humillación deliberada– se están repitiendo.

Y se repiten también las formas en que el genocidio se vuelve un ambiente, la forma en que aquellos de nosotros que estamos un poco más lejos de las paredes podemos bloquear las imágenes, desconectarnos de los gritos y simplemente... seguir adelante. Es por eso que la Academia destacó el punto de vista de Glazer cuando hizo ese corte abrupto a Barbenheimer –en sí una trivialización de la matanza en masa– sin perder el ritmo. La atrocidad vuelve a ser un ambiente. (Se podría ver todo el espectáculo de los Oscar como una especie de extensión en vivo de La zona de interés, una especie de Negacionismo sobre hielo.)

¿Qué hacemos para interrumpir ese ímpetu de trivialización y normalización? Ésa es la pregunta con la que muchos de nosotros estamos luchando en este momento. Me preguntan mis alumnos. Les pregunto a mis amigos y camaradas. Muchos descargan sus respuestas con reclamos implacables, desobediencia civil, votos “no comprometidos”, interrupciones de eventos, caravanas de ayuda a Gaza, recaudación de fondos para refugiados y obras de arte radical. Pero no es suficiente.

Y a medida que el genocidio va fundiéndose con el trasfondo de nuestra cultura, algunas personas se desesperan demasiado por cualquiera de estos esfuerzos. Al ver los Oscar el domingo, donde Glazer estaba solo entre el desfile de oradores ricos y poderosos que subieron al podio sin siquiera mencionar a Gaza, recordé que habían pasado exactamente dos semanas desde que Aaron Bushnell, un miembro de la Fuerza Aérea estadounidense de 25 años, se autoinmoló frente a la embajada de Israel en Washington.

No quiero que nadie más despliegue esa horrible táctica de protesta; ya hubo demasiadas muertes. Pero deberíamos dedicar un tiempo a reflexionar sobre la declaración que dejó Bushnell, palabras que he llegado a considerar como una coda inquietante y contemporánea de la película de Glazer:

“A muchos de nosotros nos gusta preguntarnos: ‘¿Qué haría si fuera contemporáneo de la esclavitud? ¿O de las leyes raciales del sur de Estados Unidos? ¿O del apartheid? ¿Qué haría yo si mi país estuviera cometiendo genocidio? La respuesta es: somos contemporáneos. Ahora mismo’.”

 

martes, 5 de marzo de 2024

la palabra política

Publiqué este texto a fines de enero de 2016 en La Capital bajo el título “El lenguaje de la precariedad política” (descubro recién que en el archivo no lleva mi firma). Lo escribí a pedido de Hernán Lascano, que entonces dirigía el suplemento cultural. Reúne las opiniones de Alejandro Horowicz, María Esperanza Casullo, Juan Bautista Ritvo y Pablo Hupert sobre el entonces flamante gobierno de Macri y la política que inauguraba. Había propuesto la siguiente bajada:

Macri se presenta como un demócrata moderno y saltea el Congreso. Sus antecesores critican su demora en dar indicadores públicos pero desmontaron el Indec. ¿Cuál es el valor de la palabra en política? ¿Pueden fundarse rutinas políticas nuevas con cambios de tono o de habla? ¿La acción política desnuda como simulacro lo que se prometió con palabras? ¿Es inevitable no decir lo que se va a hacer? Pensadores de campos diversos opinan

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Según una extendida simplificación del análisis del voto en las últimas elecciones, se eligió un cambio de formas, es decir, un cambio de “lenguaje”. A un mes y chirolas del nuevo gobierno, es claro que con el cambio de lenguaje vino un cambio político, mucho más agudo incluso de lo que se quería cambiar. Parafraseando una hermosa línea de diálogo de Los expedientes secretos X (que vuelven pasado mañana a la conspirativa pantalla de la televisión argentina): “No voy a preguntar si dijiste que cambiarías lo que creo que escuché porque creo que escuché lo que dijiste que cambiarías”.

En su Ciencia Nueva (1730), Giambattista Vico –uno de los primeros en observar que los cambios políticos devienen cambios culturales– anota que del término griego polis (ciudad: de ahí política) proviene también polemos, guerra (en español conservamos “polémica”). La política es entonces una tensión entre lo que se pronuncia en la polis y lo que se calla o, mejor, lo que ese mismo pronunciamiento no puede decir. Lo pronunciable y lo impronunciable son los límites no sólo del lenguaje político, sino de la política misma. Porque la política, la organización y el gobierno de la “ciudad” es una puesta en escena, una representación montada sobre ese gran y terrible fuera de campo que es la política en la que no funcionan las palabras, es decir, la guerra.

Con mayor precisión y acierto nos lo dice el historiador Pablo Hupert, autor, entre otros, de El estado posnacional, donde lleva al terreno histórico las últimas tramas políticas en torno al estado argentino durante la década pasada: “En el lenguaje político aparece esa batalla entre lo pronunciado y pronunciable, por un lado y, por otro, lo no pronunciado y lo impronunciable. Por un lado está lo impronunciable en el sentido de caracterización de lo social. Hay precariedad en todos lados: laboral, pero también de las relaciones de pareja, o en la relación entre votantes y candidatos. Esta precariedad no se quiere asumir y se sigue pidiendo más previsión, mejor gestión, más trabajo en blanco, cosas así. Y no se ve que en el actual capitalismo, el trabajo que puede haber, el que se expande, es el precario. El kirchnerismo lo reconoció de hecho y no lo pudo decir (porque su lenguaje no se lo permitió). Lo reconoció al poner la AUH, y no lo pudo impedir porque nunca pudo bajar el 34% de trabajo precario que hay y hubo a lo largo del tiempo. Después, el kirchnerismo asumió la precariedad que tenía la gobernabilidad en este país. Y por eso siempre intentó tener la iniciativa y siempre zigzaguear”.

Hupert no entiende eso como una incoherencia, sino como una perfecta coherencia en mantener la gobernabilidad. “En un mundo que cambia todo el tiempo, la forma de mantener la gobernabilidad es moverse mucho. Esa es una de las cosas no dichas, que tiene cierto grado de pronunciabilidad. Hay otra cosa impronunciable cuando uno caracteriza lo social, que es que el llamado ‘poder real’, el poder económico, está en lo financiero. No estaba, para mí, en la gente que salió del campo a cortar rutas, esos lockout patronales. El verdadero poder real estaba en los pools de siembra, en las cerealeras exportadoras.”

El conflicto “entre lo pronunciable e impronunciable” fue señalado por Walter Benjamin en su ya clásico tratado sobre la violencia. Al reflexionar en estos términos el ensayista Alejandro Horowicz (autor, entre varias obras clave de la historia y la política argentina, de Los cuatro peronismos) señala: “En el enunciado macrista hay una generalidad que presupone: la política o es un malentendido de dos personas que no se ponen de acuerdo, porque sencillamente no se escuchan, o es una terquedad del tamaño de un ego. Entonces: es un choque de egos o es un malentendido. Este abordaje del tema deja afuera el conflicto social, que en este razonamiento no existe. Así uno de los polos del conflicto se toma como el único válido. Y en la lectura del CEO está claro que el polo del conflicto se elabora desde la lógica empresaria y el otro ni siquiera puede ser considerado porque no forma parte del problema. El otro queda discursivamente excluido. La existencia de clases sociales no es un debate para las ciencias sociales. Esas clases sociales tienen un conflicto que es el escenario mismo de la política. La política es el modo en el que las palabras intentan establecer la posibilidad de un cierto tipo de acuerdo en este conflicto, pero para eso hay que considerar los dos términos de ese conflicto. Si uno se sitúa, sencillamente, desde la eficiencia empresaria, el otro término no existe. El otro término es simplemente un costo.”

“Creo –observa la politóloga María Esperanza Casullo– que la palabra en política es central, porque el juicio político es performativo: tiene la capacidad de alterar la realidad por sí mismo”.

Las palabras y las cosas

Para Horowicz, el kirchnerismo restableció la significación de la política, las relaciones entre los delitos y las penas, entre las palabras y las cosas. “La política es también, aunque no solamente, un sistema lingüístico que se organiza en base a las diferencias. Si las diferencias no se respetan, si la lógica que articula esas diferencias no está establecida, pues bien, la política no tiene capacidad significante y por tanto carece de eficacia, se vuelve palabras vacías, relatos vacíos, vacío. Es evidente que en el pasado reciente las palabras no decían nada. Las famosas erratas y furcios de Menem eran proverbiales. Todos podían reírse, incluido el propio Menem, porque sabían que no tenía ninguna importancia”.

Y el mismo Horowicz nos aclara: “Conviene entender que la palabra pública ha sido degradada. Es cierto que el kirchnerismo restablece la relación entre las palabras y las cosas, el problema es que esto estuvo acompañado por la destrucción del Indec, y esto es algo más grave que unas cuentas incorrectas. La Revolución Francesa estableció el metro patrón. Esto es: una cuenta exacta, rigurosa, matemática de cómo una determinada octava parte de un meridiano, el de Greenwich, se transforma en una medida. Y con eso establece que esa unidad de medida es un instrumento histórico y que es un acontecimiento garantizar que esa forma de medición pueda sobrevivir. Cuando se golpea el sistema nacional de estadísticas el valor de la palabra pública se pone en entredicho. Y no es sólo que se admite que esa medición puede o no ser correcta: todas las mediciones quedan en tela de juicio y pone a mediciones tendenciosas en pie de igualdad”.

El poderoso efecto de esto es para Horowicz un golpe contra el sentido de la palabra pública, de la fe pública, y de la posibilidad misma del debate. “Porque convengamos en que un debate sólo es posible como un acto de buena fe de dos partes, donde ambas están igual de interesadas en obtener la verdad y creen, subjetivamente, que están en posesión de una cierta verdad y están dispuestas a confrontar públicamente para demostrarlo. La ruptura del metro patrón es la ruptura de la posibilidad de esta interrelación y este intercambio. Por lo tanto, cuando el mundo de las palabras es corrido en estos términos aparece el mundo de la acción directa, y los cuerpos sin palabras, ya sabemos, es la guerra.”

Hupert asume que el kirchnerismo, que se proponía una suerte de retorno a las formas políticas del siglo XX, no alcanzó a integrar al aparato estatal a algunos movimientos colectivos, a los que dejó en posición, según entiende, de consumidores aislados. “Y si los consumidores aislados tienen que estar en una lucha individual por consumir, el kirchnerismo no es un tipo de ‘discurso’ para el consumidor. Porque el kirchnerismo todavía intentaba meter ideas como Nación, Patria o ‘solidaridad intergeneracional’, mientras que Macri no recurrió a ninguna figura tercera, que medie o que regule a los consumidores aislados. La interpelación macrista era muy claramente: ‘Creo en vos'. 'Vos podés estar mejor’. Yo entré al sitio mauriciomacri.com, fue muy interesante: la palabra República no está en todo el sitio. Y Macri habla directamente al votante, casi todo el tiempo. Pero no sólo eso: el fondo de pantalla es la cara de Macri mirando a la cámara. En ese sitio Macri te está mirando a los ojos y se va acercando. Es piel a piel. Entonces, en ese punto, no es lenguaje, es sensación. No es sentido, es sensación. Creo que el votante sintió que con Macri se podía despojar de todo ese fárrago de sentidos colectivos que poco tenían que ver con su vida práctica cotidiana. No digo sus convicciones, digo su práctica cotidiana. Porque en la vida cotidiana estamos solos en el mercado. Lo más que tenemos es un socio, que nos puede cagar.”

Anzuelo

“En el caso de Cambiemos –dice Casullo– es interesante porque hay algo del bait and swith (enganchar con el anzuelo y girar, como decimos nosotros) menemista. Mauricio Macri dijo un montón de cosas en la campaña a sabiendas, creo, de que no iba a cumplirlas: prometió que no habría despidos en la administración pública y que mantendría una gran parte de las políticas del kirchnerismo que ‘medían bien’ en las encuestas. En el debate llegó a decir que no devaluaría”.

En torno a lo que se dice y se calla en el discurso político hay siempre, hasta donde se puede (porque estar inmersos en el lenguaje no deja tantas posibilidades de maniobra, salvo en ciertos efectos comunicacionales), cierto cálculo. María Esperanza Casullo ensaya: “El cálculo, como en el caso del menemismo [la célebre confesión: “Si decía lo que iba a hacer no me votaba nadie”], es que los votantes le perdonarían [a Macri] el abandono de las consignas de continuidad en torno a ciertas políticas populares si podía hacer dos cosas: a) convencer a la población de que la situación con la cual se encontró es una catástrofe montada por el propio kirchnerismo, lo cual obliga a repensar toda la estrategia y b) la situación económica mejora. La operación a) está en curso, la b) hay que ver qué pasa”.

Pero, ¿cómo ha sido la historia de los presidentes recientes en relación con su discurso político? “Los presidentes, creo –dice Casullo–, tienen un margen para ‘cambiar de palabra’ pero no infinitamente y no en cualquier momento. Creo que en Argentina la población sigue más y mejor la política de lo que le damos crédito. Un presidente, sobre todo, no puede anunciar sólo malas noticias. Hablar con sinceridad de lo mal que está o estará la economía es una cosa, pero puede pasar a transmitir impotencia rápidamente”.

Los términos del conflicto

Con el ensayista y psicoanalista rosarino Juan Ritvo, polemista memorable en temas políticos, conversamos a partir de una observación de Roberto Espósito según la cual “el lenguaje es objeto mismo de la política”. “El cambio de lenguaje era ya esperable: son los ciclos de la política argentina que van de la lucha de las fuerzas de la patria contra la ‘anti-patria’ (aunque muchos de los patriotas forman parte orgánica de la llamada antipatria) al llamado a la conciliación, la armonía, la paz, en fin, a la antipolítica. La política se neutraliza cuando entra en el terreno de las buenas formas parlamentarias, aunque el horror y la violencia continúen fluyendo y fluyendo. En una sociedad dividida en clases, la violencia es inextirpable. Todos esos términos como república, militancia, libertad, batalla cultural son, ya, meros restos de una batalla perdida. Las militancia kirchnerista fue una parodia de otras militancias a sangre y fuego (esta era una militancia para conseguir puestos en el Estado) y su batalla cultural ocultó siempre el incremento feroz de la pobreza extrema en estos últimos años. Todo empezó cuando Néstor (Kirchner) heredó el aparato de (Eduardo) Duhalde y terminó haciendo lo mismo. El macrismo (pero es excesivo, Macri es un líder de baja intensidad), bajo el manto de la república, lo que oculta es una tremenda transferencia de ingresos. El desastre del gobierno anterior condujo a esto, por eso yo no distinguí demasiado (aunque voté resignado a Scioli) entre un frente y otro.”

En La tragedia, o el fundamento perdido de lo político, el ensayista y sociólogo Eduardo Grüner analiza la doctrina de Carl Schmidt (de cuyos fundamentos jurídicos se nutriera el nazismo) y sintetiza: “la verdad de lo político, el momento auténticamente político, emerge en el ‘estado de excepción’, y no en la normalidad ‘parlamentaria’ ni en la rutina institucional.” El “estado de excepción”, definido por Schmidt en su Teología política (1922), señala el momento en que la autoridad puede tomar medidas extraordinarias, como definir al enemigo público en períodos de extrema crisis, lo que pone en suspenso a la ley sobre quien ejerce la autoridad. En 2005 el filósofo italiano Giorgio Agamben desarrollaría de nuevo este concepto en torno al concepto de soberanía. Tomó como ejemplo los detenidos bajo la administración de George W. Bush acusados de terrorismo para llevarlos a la cárcel de Guantánamo. En otras palabras, el “estado de excepción” es un abuso esperable de toda autoridad que ejerce el poder más allá de la ley.

Para Horowicz, la síntesis incluye a Schmidt pero también a Karl Marx: “Uno explica por qué el estado de excepción es el que permite la decisión política, el otro muestra cómo el ropaje que la burguesía intenta dar a la república no sólo no resuelve la conflictividad, sino que cuando la conflictividad pone en juego las decisiones, a la hora de la verdad, queda el estado de excepción. Y basta recordar 1976 para saber que esto es así. De modo que lo que ruge por debajo y por detrás del gobierno de Macri es el estado de excepción. Macri tiene el consenso requerido para la práctica del estado de excepción sin los instrumentos materiales que ese estado de excepción supone, esto es, sin las fuerzas armadas, que son parte del proceso de descomposición general.”

—¿Qué otros actores participarían de esa descomposición general?

—La idea de una conducción sindical como la que vemos. Que veamos una movilización de ATE separada de una de la izquierda, separada de una de simpatizantes del Frente para la Victoria en relación a la defensa de la Ley de Medios, ahí uno se da cuenta de que estos elementos, que son concurrentes y forman parte de un mismo escenario político y obedecen a las mismas razones, no permiten un encuentro unificado, sencillamente porque sus direcciones son incapaces de articularse. Esto puede suceder un rato, pero si persiste el resultado del partido es obvio. Y el proceso del peronismo también es de franca descomposición. Cuando se mira el FPV no se ve una unidad política, sino que los gobernadores van a negociar como negociaron siempre, los intendentes hacen lo propio y, al mismo tiempo, uno ve un segmento de diputados que estaría dispuesto a juegos de mayor alcance, pero lo que queda claro es que de ninguna manera hay una dirección reconocida por todos, eso está en disputa salvajemente y el enfrentamiento allí tiene tan poca amabilidad como el conflicto social. En consecuencia, esto va a producir una decantación. Va a quedar muy claro qué quiere decir el peronismo en estas condiciones históricas. Porque el secreto del peronismo es que podían coexistir al mismo tiempo el gobernador de Chaco, el intendente de Lomas de Zamora y los jóvenes radicalizados. Pues está bien claro que esto es una deliciosa utopía.”

Para Hupert, “la verdad de la política no es representable, no es pronunciable a menos que haya un acontecimiento.”

—¿Cómo diciembre de 2001?

—Sí, creo que la potencia de 2001 fue crónicamente desactivada por el kirchnerismo, que ha permitido un giro conservador que empieza en 2011, con menos empleo, más represión, más concentración de la riqueza. La verdad de todo pacto de dominación es de una violencia tal que hace presente el estado de excepción.

sábado, 17 de febrero de 2024

en el interior de una permanencia

El miércoles 14 de febrero pasado murió en Buenos Aires Alejandro Rubio (había nacido en esa ciudad en 1967). En agosto de 2006 le pedí un texto a propósito de la reedición de la obra poética completa de Francisco Urondo que publicamos en un dossier dentro del segundo número de la revista Lenta Prisa, que hacíamos para la entonces Secretaría de Cultura provincial. Ese dossier contó también con una cronología de Urondo que escribió Daniel Freidemberg, un texto de Analía Gerbaudo, “Poéticas de la política. Razones para una polémica”, y una nota de Pablo Montanaro sobre Urondo en el cine, “Reflejos en la pantalla”.

El texto de Rubio reproduzco en esta entrada no conocía, hasta donde sé, versión digital.

Dossier Paco Urondo > Revista Lenta Prisa Nº2, invierno de 2006.

La Obra poética de Urondo, publicada por Adriana Hidalgo, pone otra vez en circulación textos casi inhallables. Cómo leer hoy día esos textos y cómo darles su lugar en la poesía es una de las preguntas del poeta que escribe esta nota.

Alejandro Rubio

La reedición de la obra poética de Francisco Urondo hecha por la editorial Adriana Hidalgo, a treinta años de la muerte del autor, luego de un largo lapso en que a duras penas se podía acceder a los volúmenes publicados por De La Flor en 1972 y Casa de las Américas, en 1986 –que incluye el libro inédito e inconcluso Cuentos de batalla, algunos de cuyos poemas ya habían aparecido en la breve antología Poemas de batalla, prologada y recopilada por Juan Gelman bajo el sello Seix Barral en 1998–, permite a una nueva generación conocer la propuesta poética más rica y elaborada, junto con la de Leónidas Lamborghini, que produjo la promoción de los años 60. La coyuntura cultural y política, probablemente, es propicia para que estos nuevos lectores puedan apreciar los estrictos valores poéticos de Urondo sin la incomodidad que el fracaso de su opción política –opción que, más que un tema, fue la condición de posibilidad y la estructura de sentimiento de muchos de sus poemas– solía provocar en los lectores nacidos después de 1960. En efecto, la poesía de los 60 fue sinónimo, desde 1976 en adelante, de algo que estos lectores ya no compartían: el optimismo histórico. Si la sociedad argentina de esa década estuvo marcada por la revolución cubana, la presencia de un peronismo proscripto, la inestabilidad institucional, cierta prosperidad económica, el alto consumo cultural de la clase media, la implantación de la noción, a medias comercial, de “literatura latinoamericana” y si, lo que es más importante, la sociedad argentina de los años 60 estuvo tensionada por la aspiración revolucionaria; los poetas que empezaron a publicar y obtener lectores después de 1984 se encontraron con una estructura en la cual, luego de la ilusión de “retorno” promovida por el gobierno de Raúl Alfonsín, entremezclada de una manera poco obvia con el proyecto de convertir al país en una democracia a la española, después del fracaso de esa ilusión y ese proyecto, quedaba claro que la iniciativa política la tenía la derecha. Este auge de la derecha, basado en datos objetivos, económicos y geopolíticos muy concretos, que el campo cultural nacional e internacional, aun integrado en gran parte por individuos con ideas marxistas, no logró contrarrestar dado que la ruina económica e ideológica del bloque socialista y una sensación difusa de la agotamiento de los “estilos radicales”, desde el arte de vanguardia hasta la política contestataria o revolucionaria, ruina y sensación que se etiquetaron, más rápida que certeramente, con el nombre de “posmodernismo”, coadyuvaron a un derrotismo y una retracción en los que apenas se intentó salvar las papas apelando a una palabra de la Segunda Guerra Mundial, “resistencia”, lo que daba por hecho que la fuerza activa era la del enemigo; este auge de la derecha, decíamos, con su aparato cultural estableciendo el marco en que la libertad de cada escritor podía moverse sin pecar de anacrónica, hizo que obras como las de Urondo, y también las de Ernesto Cardenal, Roque Dalton y otras donde la presencia de un gesto político esperanzado fuera, sin ninguna vergüenza ni cortapisa, explícita, dejaran en los contemporáneos del triunfo de la burguesía a nivel mundial un regusto amargo y burlón a palabra inadecuada, dogmática, en definitiva, vacía. Bien: en Argentina y en la región actualmente la derecha está en retirada. Esto no quiere decir que el lector nuevo se identifique acríticamente con el optimismo histórico que campea en los poemas de Urondo, porque mucho agua ha corrido bajo el puente. Significa, sí, que este optimismo histórico ya no es un obstáculo insalvable que impida penetrar la sofistica textualidad de esta obra, su equilibrio entre el riesgo y el buen gusto, su solución original al problema de cómo se hace una poesía argentina, cosmopolita, contemporánea y duradera al mismo tiempo.

Eros e Historia

Los libros de poesía de Urondo se van sucediendo en un arco temporal de casi veinte años, desde La Perichole hasta Poemas póstumos, desde 1954 a 1972. Es cierto que, para comprender la totalidad de esta obra, no cabe el concepto de evolución, como sí cabe para Alberto Girri o Joaquín Gianuzzi, porque no hay rupturas dramáticas que hagan ver lo anterior como rudimentario o embrionario, ya que los primeros libros de Urondo exhiben una solvencia técnica y un fondo de motivos, tonos y preocupaciones que alcanzarán sus trabajos últimos. Urondo ejecutó, con elementos a priori inconexos y hasta antitéticos, un complicado juego de figura y fondo que los intercambia, los acerca o los aleja, siempre buscando el enfoque óptimo para que el poema, su materia y su forma, se acerquen lo más posible a lo esencial. Lo esencial es casi siempre lo que podríamos llamar un sentimiento, si este término transmitiera el complejo confuso de ideas, emociones, anticipaciones y recuerdos que la realidad dispara en un sujeto. Pero tampoco se puede decir, por supuesto, que la poesía de Urondo se mantenga idéntica a sí misma de principio a fin, como en los casos de Miguel Ángel Bustos o Francisco Madariaga. Más bien, en palabras de Sartre, se podría afirmar que Urondo cambió como todo el mundo: en el interior de una permanencia. Esta permanencia se definiría por dos invariantes: la Historia, con las mayúsculas con que su época la escribía, y el eros. Más precisamente: la obsesión irrenunciable de Urondo es encontrar la palabra poética mediante la cual se muestre que la historia tiene un cuerpo y que ese cuerpo es sexuado y, al revés, que el cuerpo recorrido por el erotismo es recorrido también por los conflictos, intereses y deseos de la comunidad de los seres humanos que constituyen la Historia. Urondo entendió que lo personal era político de una manera bastante distinta a como lo proclamó el feminismo: entendió la identidad de lo personal y lo político como una disimetría trágica en que una parte de la persona, en últimas instancia la vida nuda, debe sacrificarse a la Historia para que perdure un nombre, cifra de la verdadera humanidad. La política, en la teoría de Urondo, es un dios que pide más y más sacrificios personales, un dios letal. Pero, por lo dicho anteriormente, no puede haber verdadero eros si se elude esta exigencia cruel. Muchos militantes de organizaciones armadas hubieran suscripto este pensamiento pero, como ninguno creía que la poesía tenía algún papel en la épica de la revolución, ninguno creyó importante someter a la poesía a la prueba crucial a la que la sometió Urondo.

Lírica anecdótica

Urondo se acercó muy joven al grupo de la revista Poesía Buenos Aires. Se suele identificar a este grupo con una actitud hermética, en el sentido general de “poesía que no se entiende”. Pero la verdad es que los primeros dos libros de Urondo –escritos en contacto, si no con la preceptiva, sí con las ideas que ese grupo movilizó en la cultura argentina–, son, al menos para una persona con cierto entrenamiento en la lectura de poesía –entrenamiento que podría consistir apenas en algo de tradición española, algo de modernismo y algo de ultraísmo–, perfectamente claros, amables y disfrutables. La Perichole (1954), la “perra chola”, es decir, la mestiza esposa de un auténtico virrey del Perú de la primera mitad del siglo XVIII, es, hasta donde alcanzamos a ver, el primer jalón de una línea subterránea y subversiva de textos poéticos o escritos por poetas, cuyos otros emergentes son Una sombra donde sueña Camila O´Gorman, de Enrique Molina, y los poemas “criollistas” de Alambres, de Néstor Perlongher. Esta línea se caracteriza por tomar los motivos más laterales de la historiografía y conectarlos con una fuerza deseante y voraz que no teme atravesar los límites del telurismo y la mitología. También se caracteriza por orientar el motivo hacia una intervención puntual en el presente de la escritura. Cuando la JP cantaba “tiembla la puta oligarquía, se viene la tercera tiranía”, en 1973, Molina ofrecía una versión infernal de aquella primera tiranía. Perlongher, en 1987, cuando el pueblo elegía a sus representantes, se ocupaba de indagar qué inclusiones y exclusiones delimitaban ese tan traído y llevado “pueblo”. Correlativamente, detrás de la mestiza salvajemente erótica y telúricamente poderosa de Urondo, no cuesta mucho ver la figura de Eva Perón. Urondo fija la correspondencia en la recepción de ambos personajes, a dos siglos de distancia, por la gente bien, como lo muestra esta cita: “La gente es propensa tanto a complicar los escándalos, como a eternizar los papelones de aquellos a quienes no superarán...”, mezclando verso y prosa, lo anecdótico con lo lírico, Urondo logra una pieza de mesurada potencia crítica, una alegoría burlona sobre el antievitismo. Historia antigua (1956) reúne breves prosas poéticas escritas con un gusto y una compacidad como pocas veces alcanzó el subgénero en Argentina. Urondo hace convivir la figuración libre con las contradominantes prosaicas y juega con un “tú” amoroso que a veces se amplifica en el “vosotras” (dicho sea de paso, si bien Urondo usará el voseo, aun en su etapa más afín con la poética coloquialista, lo hará con suma mesura, homeopáticamente), como se ve en “Viejas amigas”. Otra pieza destacable es “Gaviotas”, situada en la misma serie metonímica que el famoso albatros de Baudelaire como alegoría del poeta moderno. “Todo hace suponer que existe una sola verdad y una sola preocupación en su mundo”: la obsesión de una lejanía ilimitada. Gregarias y a la vez solitarias, las gaviotas representan la primera fase en la reflexión de Urondo sobre el lugar del poeta, donde todavía, en la balanza que pesa individualismo y colectivismo, el primero pesa más que el segundo. El siguiente libro, Lugares, de 1961, es más ajustado a la preceptiva de Poesía Buenos Aires (poemas y versos brevísimos, ausencia de mayúsculas y signos de puntuación, imagen pura, primacía de sustantivos concretos y elementales como “aire” y “agua” apenas determinados por algún adjetivo) pero no a sus ideas más productivas. Es claramente un paso atrás con respecto a los libros anteriores; es sumamente pulcro, pero carece de ambición y de pathos. Curiosamente, fue publicado después de Dos poemas (1959) que reunía “Arijón” y “Candilejas”, dos textos que abrían nuevos caminos en la poética de Urondo. El primero es un poema de largo aliento de inspiración orticiana, donde Urondo prueba anclar su imaginario en un territorio preciso. Hay profusión de topónimos impresos en cursiva, marcas patentes de esa prueba. La dicción es menos concisa y terminante, más tentativa, como si el autor fuera tanteando oscuramente la esencia del poema. El resultado es menos satisfactorio que el de los primeros dos libros, pero vale, además de como preanuncio de su escritura posterior, más extensiva, suelta e incisiva a la vez, por unos versos donde define un pensamiento ontológico: “la única realidad que no se puede transformar (...)/ una absoluta sombra/ un eterno pliegue”. Una sombra absoluta no da lugar a los cuerpos ni a la luz, y un pliegue eterno es una falsa profundidad de la que no hay salida. La idea es adversativa: hay realidades que se pueden transformar, pero el límite último es ése. Es como si en todo lo que existe hubiera un perfil equívoco que se orienta hacia la oscuridad, la adversidad, la falsedad. Esta idea es desarrollada en “Candilejas”, donde la tramoya de una representación vacía toda posición elocutiva, tanto la primera como la segunda y la tercera persona, de todo carácter de verdad, donde incluso el desastre merece el comentario “no es para tanto”. El poema que cierra el libro Nombres (1963) –donde se reeditan “Arijón” y “Candilejas”–, “B.A. Argentine”, concentra todos los procedimientos retóricos que en el volumen señalan la entrada de Urondo a su versión del coloquialismo. Se trata de un viaje imaginario de la calle Corrientes al Tibet, donde un paseante veloz y alerta toma notas, recuerda a una mujer, repasa la historia, adelanta esperanzas. Lo referencial que se dispara hacia la fantasía alocada se refleja en un estilo que cita y refunde reminiscencias literarias de varias fuentes, toma como modelo el habla cotidiana sin respetarla y ciñe imágenes donde la proporción entre definición e indefinición está calculada para cada caso.

Clandestino

Del otro lado (1967) profundiza y pule lo descubierto en el libro anterior. Contiene dos de los poemas más memorables de Urondo, “Parques y jardines” y “Los gatos”, donde la ampliación temática y tonal del coloquialismo es combinada con una riqueza figurativa y un timing que los vuelve clásicos, representativos de una corriente y a la vez autónomos como obras de arte de primera clase.

Adolecer (1968) es el libro central de la obra de Urondo, ese tipo de libros que obligan a exclamar “acá este tipo puso todo”. Estructurado en ocho secciones que se abren, salvo una, con un “puedo” que afirma una potencia que el desarrollo del poema matizará y cuestionará, y que se cierran con la imagen del entierro, visto en la adolescencia del yo, de un general radical asesinado en la década infame por tratar de evitar un comicio fraudulento, el libre flujo de palabras que representan recuerdos, reflexiones y anticipaciones, ofrece un examen del espíritu de época de los 60 desde adentro. El tango, la Biblia, fragmentos de la historia argentina y mundial, sirven de fondo a la insatisfacción que provoca vivir en un país donde la batalla decisiva siempre se elude. La posición de Urondo es inequívoca: “nosotros sí tenemos que dar la batalla”, es el mensaje político del poema. Este mandato precede todo análisis objetivo de una coyuntura concreta y es indiferente que sea suicida o no. En Son memorias (1970) y Poemas póstumos (1972) Urondo exhibe su radicalización y los poemas son cada vez más comunicativos y explícitos en este aspecto, como se lee en “Hotel Guaraní”, “Liliana Raquel Gelin”, “Felipe Vallese” y “Solicitada”. Por otro lado, no se priva de la ironía y la elipsis que ha trabajado en el resto de su obra, si bien no son predominantes. Cómo conciliar la declaración clara de una postura ideológica con el obligado decir indirecto del género poético es el problema que ocupó a Urondo en sus últimos libros publicados. Hoy, se podría decir que la ideología ha periclitado y se conservan los hallazgos poéticos; sin embargo, hay una relación de consanguinidad entre el “mensaje” y la tensión formal a la que obliga cuando no tiene aún un formato estereotipado. A casi nadie le importa que Virgilio haya escrito la Eneida para glorificar a Augusto; sin embargo, la Eneida fue escrita para glorificar a Augusto.

La perla de esta edición son los doce poemas que se conservan del inconcluso Cuentos de batalla, escrito en la clandestinidad. Estos poemas se hacen cargo reflexivamente de la situación de escribir poemas en la clandestinidad. ¿Por qué y para qué, insiste Urondo, escribir poemas en la clandestinidad? Para reflejar la cúspide de una vida y una poesía, que es la mínima distancia con la muerte. Urgentes, contenidistas, circunstanciales, estos poemas exhiben un cuidado técnico que se manifiesta a simple vista en la disparidad entre un vocabulario y una sintaxis “naturales” y una versificación “antinatural”, de bruscos encabalgamientos. Urondo sabe que este libro nunca podrá ser terminado, como se entrevé en “Quiero denunciar...”: el enemigo se acerca, pero ni siquiera puede pronunciarse la palabra “derrota”. En el extremo de su existencia y de su obra, Urondo escribe y muere en su ley.

sábado, 10 de febrero de 2024

vinería

Esta tarde estuve un largo rato en la vinería de Juan, en esa calle que transité con intensidad mientras mi hijo estuvo en la primaria.
La moza que llegó con dos café con leche y tres medialunas era hija de un célebre jugador de Central de los años 80 (acaso de antes), cuyo nombre no retuve.
Algo le dijo Juan sobre hacer plata las camisetas de su padre, que llegó a jugar en Europa, pero ella dijo que una empleada doméstica se había llevado todas esas camisetas.
Lo dijo mientras se retiraba, con la bandeja aún cargada con un café y unas facturas de otro cliente. El final de esas camisetas lo narró ya en la vereda, con algún detalle que ya no escuchamos.
Más tarde llegó Emir, que me conocía de la radio y habia trabajado con Adolfo Corts para Sonidos de Rosario.
En menos de una hora, el universo recoleto y fantasmagórico de la ciudad circuló por la vinería de Juan de forma analógica hasta que se unió a su "procesión en las nubes".

martes, 6 de febrero de 2024

06:35

Los últimos seres vivos de la noche nos entregan su aliento fresco. Las llamas inminentes del sol lo vuelven pasado mientras nos roza.

viernes, 19 de enero de 2024

lunes, 15 de enero de 2024

polifemo

Soñé que estaba en Paysandú, Uruguay, donde llegaba en tren, en un gigantesco tren desvencijado que las vías no soportaban, y había que bajar y hacer equilibrio entre fierros retorcidos para seguir camino. En un momento entraba a una pizzería y me encontraba en una mesa con un hombre envejecido que tenía un solo ojo en la frente, como Polifemo, pero reconocía en ese rostro el de un viejo conocido, incluso él se paraba y me llamaba por mi nombre, usaba el diminutivo. Tenía cara de buena gente. Mientras las imágenes del sueño se desvanecen, a medida que avanza la mañana, la familiaridad de ése rostro me persigue.

jueves, 30 de noviembre de 2023

no hay mal que dure cien años

El original en inglés de este artículo puede leerse en The Nation, la histórica revista abolicionista de izquierda estadounidense. A su vez, el autor de este artículo prologó un libro, Only the Good Die Young (Sólo los buenos mueren jóvenes) publicado por la más reciente Jacobin (revista de izquierda estadounidense que promovió la candidatura de Bernie Sanders a la presidencia) que tenía preparado antes de la muerte de Henry Kissinger e incluye varios artículos sobre la influencia de las políticas del ex secretario de Estado sobre la violencia, las masacres y la desestabilización en varios países del mundo, entre ellos Argentina. Allí hay un artículo del politólogo Leandro Margenfeld sobre el legado de Kissinger en Argentina. Traducción de P.M.

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Henry Kissinger, nacido en la Alemania de Weimar en 1923, ha muerto. Alcanzó los 100 años y, en los últimos años de su vida, políticos, escritores y celebridades lo agasajaron como si fuera la encarnación del siglo estadounidense. Y en cierto modo lo era.

Antes, en tiempos más críticos, lo habían acusado de muchas cosas malas. Ahora que ya no está, sus críticos tendrán la oportunidad de volver a ensayar sus acusaciones. Christopher Hitchens, quien sostuvo que el ex secretario de Estado debería ser juzgado como criminal de guerra, también está muerto. Pero hay una larga lista de testigos de cargo: reporteros, historiadores y abogados ansiosos por proporcionar antecedentes sobre cualquiera de las acciones de Kissinger en Camboya, Laos, Vietnam, Timor Oriental, Bangladesh, contra los kurdos, en Chile, Argentina, Uruguay y Chipre, entre otros lugares.



Se han publicado decenas de libros sobre este hombre a lo largo de los años, pero sigue siendo The Price of Power (El precio del poder), de Seymour Hersh (1983), el que los futuros biógrafos tendrán que superar. Hersh nos dio el retrato definitorio de Kissinger como un paranoico atildado, que oscila entre la crueldad y la adulación para avanzar en su carrera. Pequeño en sus vanidades y mezquino en sus motivos, Kissinger, en manos de Hersh, es sin embargo shakesperiano porque la mezquindad se representa en un escenario mundial, con consecuencias épicas.

Kissinger tiene muchos devotos y muchos de sus obituarios sin duda instarán al equilibrio. Las transgresiones, dirán, deben sopesarse con los logros: la distensión y los subsiguientes tratados armamentistas con la Unión Soviética, la apertura de la China comunista y su diplomacia itinerante en el Medio Oriente. Es en este momento cuando las consecuencias de muchas de las políticas de Kissinger serán redefinidas como “controversias” y relegadas a opiniones más que a hechos. Tras la presidencia de Donald Trump, con el mundo convulsionado por nuevas guerras de conquista, la habilidad política “sobria” de Kissinger es, como varios comentaristas han afirmado recientemente, más necesaria que nunca.

Esperemos comentarios de color: colegas y conocidos que recordarán que tenía un irónico sentido del humor y una afición por la intriga, la buena comida y las mujeres de mejillas altas. Recordaremos que salió con Jill St. John y Marlo Thomas, era amigo de Shirley MacLaine y era conocido cariñosamente como Super K, Henry de Arabia y el Playboy del ala oeste [de la Casa Blanca]. Kissinger era brillante y tenía mal genio. Era vulnerable, lo que lo hacía cruel, y su relación con Richard Nixon era, como dijo el periodista Evan Thomas, “profundamente rara”. Ésos eran los enemigos originales, con Kissinger halagando a Nixon en la cara y quejándose de él a sus espaldas. “La mente de albóndiga”, llamó a su jefe tan pronto como volvió a colgar el teléfono, un “borracho”. Nixonger, llamó a ese dúo Isaiah Berlin.

Nacido en Fürth, Alemania, Kissinger llegó a los Estados Unidos en 1938. Su familia huía de los nazis y los resúmenes de su vida enfatizarán su carácter extranjero. “Chico judío”, lo llamó Nixon. Suele decirse que la visión del mundo de Kissinger, descrita de modo convencional como una valoración de la estabilidad y el avance de los intereses nacionales por encima de ideales abstractos como la democracia y los derechos humanos, choca con la idea que Estados Unidos tiene de sí mismo como bueno de manera innata, como una nación excepcional. “Intelectualmente”, escribe su biógrafo Walter Isaacson, su “mente conservaría su carácter europeo”. Kissinger, señala otro escritor, tenía una visión del mundo que “un estadounidense nativo no podría tener”. Y su acento bávaro se hizo más profundo a medida que envejecía.

Pero interpretar a Kissinger como un extraterrestre que no está en sintonía con los acordes del excepcionalismo estadounidense es no captar el significado del hombre. De hecho, era el estadounidense por excelencia, con su mentalidad moldeada según su lugar y su época.

Cuando era joven, Kissinger abrazó la más estadounidense de las presunciones: crearse a sí mismo, la noción de que el destino de uno no estaba determinado por la propia condición, que el peso de la historia podía imponer límites a la libertad, pero dentro de esos límites había espacio para maniobrar. Kissinger no expresó estas ideas en la jerga vernácula estadounidense. Más bien, tendía a expresar su filosofía en la pesada prosa de la metafísica alemana. Pero las ideas eran en gran medida las mismas: “La necesidad”, escribió en 1950, “describe el pasado, pero la libertad gobierna el futuro”.

Esa línea proviene de una tesis que Kissinger presentó cuando era estudiante de último año en Harvard, un viaje de casi 400 páginas a través de los escritos de varios filósofos europeos. El significado de la historia, como la tituló Kissinger, es denso, melancólico y sobrecargado, fácil de descartar como producto de la juventud. Pero Kissinger repitió muchas de sus premisas y argumentos, en diferentes formas, hasta el final de su vida. Además, cuando llegó a Harvard, el autor tenía una amplia experiencia en el mundo real, en tiempos de guerra, pensando en las cuestiones que planteaba su tesis, incluida la relación entre la información y la sabiduría, el mundo material y la conciencia, y la forma en que el pasado presiona sobre el presente. El propio Kissinger escapó del Holocausto, pero al menos 12 miembros de su familia no lo lograron. Reclutado en 1943, pasó el último año de la guerra en Alemania, donde se esmeró en el ascenso en las filas de la inteligencia del ejército. Como administrador militar de la ciudad ocupada de Krefeld, a orillas del Rin, interrogó a oficiales de la Gestapo, convirtiendo a algunos en informantes confidenciales y ganando una Estrella de Bronce.

Pensar el poder

En otras palabras, la relación entre hecho y verdad, preocupación central de su tesis, no era una cuestión abstracta para Kissinger. Era una cuestión de vida o muerte, y la diplomacia posterior de Kissinger fue, escribe uno de los compañeros de Kissinger en Harvard, un “transplante virtual del mundo del pensamiento al mundo del poder”.

Kissinger, en los próximos obituarios, será llaLa metafísica de Kissinger comprendía partes iguales de tristeza y alegría. La tristeza se reflejaba en su creencia de que la experiencia, la vida misma, en última instancia no tenía sentido y que la historia era trágica. “La experiencia es siempre única y solitaria”, escribió en 1950. “La vida es sufrimiento, el nacimiento implica la muerte”. En cuanto a la “historia”, dijo que creía en su “elemento trágico”. "La generación de Buchenwald y de los campos de trabajo siberianos no puede hablar con el mismo optimismo que sus padres." El júbilo surgió al aceptar esa falta de sentido y esa tragedia, al comprender que las acciones de uno no estaban predeterminadas por la inevitabilidad histórica ni gobernadas por una autoridad moral superior. Había “límites” a lo que un individuo podía hacer, “necesidades”, como dijo Kissinger, impuestas por el hecho de que vivimos en un mundo lleno de otros seres. Pero los individuos poseen voluntad, instinto e intuición, cualidades que pueden utilizarse para ampliar su campo de libertad.mado “realista”. Esto sería exacto si se define el realismo como una visión pesimista de la naturaleza humana y la creencia de que se necesita poder para imponer orden en las relaciones sociales anárquicas.



Pero si se toma el realismo como una visión del mundo en la que se puede llegar a la “verdad” de los hechos observando esos hechos, entonces Kissinger claramente no era realista. Más bien, Kissinger se declaró a menudo a favor de lo que hoy la derecha denuncia como relativismo radical: Sostuvo que no existe la verdad absoluta, ninguna verdad en absoluto más que la que se puede deducir desde una perspectiva propia y solitaria. “El significado representa la emanación de un contexto metafísico –escribió–. Cada hombre, en cierto sentido, crea su imagen del mundo". La verdad, dijo Kissinger, no se encuentra en los hechos sino en las preguntas que hacemos sobre esos hechos. El significado de la historia es "inherente a la naturaleza de nuestra consulta".

Este tipo de subjetivismo estaba en el aire de la posguerra, y Kissinger en sus primeros escritos no parecía diferente de Jean-Paul Sartre, cuya influyente conferencia sobre existencialismo se publicó en inglés en 1947 (y fue citada por Kissinger en The Meaning of HistoryEl sentido de la historia–). Cuando Kissinger insiste en que los individuos tienen la “elección” de actuar con “responsabilidad” hacia los demás, suena absolutamente sartreano, haciéndose eco de la creencia del filósofo radical francés de que, dado que la moralidad no es algo que se impone desde fuera sino que viene desde dentro, cada individuo “es responsable del mundo”. Kissinger, sin embargo, tomó un camino muy diferente al de Sartre y otros intelectuales disidentes, y esto es lo que hizo que su existencialismo fuera excepcional: no lo utilizó para protestar contra la guerra sino para justificar su ejecución.

Creación

Kissinger no fue el único entre los intelectuales políticos de posguerra que invocó la “tragedia” de la existencia humana y la creencia de que lo mejor que uno puede esperar es establecer un mundo de orden y reglas. George Kennan, un conservador, y Arthur Schlesinger, un liberal, pensaban que los “aspectos oscuros y enredados” de la naturaleza humana (en palabras de Schlesinger) justificaban un ejército fuerte. El mundo necesitaba vigilancia. Pero ambos hombres (y muchos otros que compartían su sensibilidad trágica, como Reinhold Niebuhr y Hans Morgenthau) acabaron por volverse críticos, algunos extremadamente críticos, del poder estadounidense. En 1957, Kennan defendía la “retirada” de la Guerra Fría y, en 1982, describía a la administración Reagan como “ignorante, poco inteligente, complaciente y arrogante”. La guerra de Vietnam provocó que Schlesinger abogara por un poder legislativo más fuerte para controlar lo que en 1973 llamaría la “presidencia imperial”. No fue el caso de Kissinger.

En cada uno de los puntos de inflexión de la posguerra en Estados Unidos, momentos de crisis en los que hombres de buena voluntad comenzaron a expresar dudas sobre el poder estadounidense, Kissinger tomó la dirección opuesta. Hizo las paces con Nixon, a quien tildó al principio de desquiciado; luego con Ronald Reagan, a quien inicialmente consideró hueco; y luego con los neoconservadores de George W. Bush, a pesar de que todos llegaron al poder atacando a Kissinger; y finalmente con Donald Trump, a quien Kissinger imaginó fantasiosamente como la realización de su creencia de que la grandeza de los grandes estadistas reside en su espontaneidad, su agilidad, su capacidad para prosperar en el caos sobre –como escribió Kissinger en la década de 1950– “la creación perpetua, en una constante redefinición de objetivos”.

“Hay dos tipos de realistas”, escribió Kissinger a principios de la década de 1960, “los que manipulan los hechos y los que los crean. Occidente no necesita nada más que hombres capaces de crear su propia realidad”. Trump, el presidente del reality show, ciertamente crea su propia realidad. Un “fenómeno”, llamó Kissinger a Trump, diciendo que “algo extraordinario y nuevo” podría surgir de su presidencia.

De Rockefeller a Nixon, de Nixon a Reagan, de Reagan a George W. Bush, de George W. Bush a Trump: fortalecido por su inusual mezcla de tristeza y alegría, Kissinger nunca vaciló. La tristeza lo llevó, como conservador, a privilegiar el orden sobre la justicia. El júbilo lo llevó a pensar que podría, con la fuerza de su voluntad y su intelecto, anticiparse a lo trágico y reclamar, aunque sólo fuera por un fugaz momento, la libertad. “Aquellos estadistas que alcanzaron la grandeza final no lo hicieron mediante la resignación, por bien fundada que fuera”, escribió Kissinger en su tesis doctoral de 1954; “Se les concedió no sólo mantener la perfección del orden, sino también tener la fuerza para contemplar el caos y encontrar allí material para una nueva creación”.

 El existencialismo de Kissinger sentó las bases sobre las que defendería sus políticas posteriores, políticas que trajeron muerte, destrucción y miseria a millones de personas. Si la historia ya es tragedia y la vida es sufrimiento, entonces la absolución llega con un cansado encogimiento de hombros del mundo. No hay mucho que un individuo pueda hacer para empeorar las cosas de lo que ya están.

Antes de ser un instrumento de autojustificación, el relativismo de Kissinger fue una herramienta de autocreación y, por tanto, de autoprogreso. Kissinger tenía la habilidad de ser todo para todas las personas, particularmente para las personas en una posición superior: "No te diré lo que soy", dijo en su famosa entrevista con Oriana Fallaci, "nunca se lo diré a nadie". El mito sobre sí mismo es que no le gustaba el desorden de la política moderna de los grupos de interés, que sus talentos se habrían realizado mejor si no hubieran estado obstaculizados por la supervisión de la democracia de masas. Aunque en realidad, fue sólo gracias a la democracia de masas, con sus casi infinitas oportunidades de reinvención, que Kissinger pudo escalar las alturas.

Producto de la nueva meritocracia de posguerra, Kissinger aprendió rápidamente a manipular a los periodistas y a cultivar a las élites, para quienes se hizo indispensable, y a aprovechar la opinión pública en su beneficio. En un período de tiempo notablemente corto, y a una edad sorprendentemente joven (tenía 45 años en 1968 cuando Nixon le pidió que fuera su asesor ["adviser", en el original, corresponde a un cargo de secretario de Estado en nuestra administración política] de seguridad nacional), había arrebatado el aparato de seguridad nacional a los "hombres del oriente" del establishment. Los blancos anglo-sajones protestantes (WASP) gentiles, con sus egos dirigidos hacia adentro, como el primer secretario de Estado de Nixon, William Rogers, a quien Kissinger finalmente expulsó, no tenían idea de a qué se enfrentaban.



Aún así, al considerar el mundo que Kissinger deja atrás, es importante centrarse no en su descomunal personalidad sino en el enorme papel que desempeñó en la historia de la posguerra. Desde el final de la Segunda Guerra Mundial y el comienzo de la Guerra Fría, ha habido muchas versiones del Estado de seguridad nacional. Pero a finales de los años 60 y principios de los 70 se produjo un momento transformador en la evolución de ese Estado, cuando las políticas de Kissinger, especialmente su guerra de cuatro años lanzada en secreto en Camboya, aceleraron su desintegración, socavando los fundamentos tradicionales –planificación de una élite, consenso bipartidista y apoyo público– en las que se apoyaba. Kissinger, junto con Nixon, acogió con agrado esta desintegración: “Tenemos que romperle la espalda a esta generación de líderes demócratas”, le dijo Kissinger a Nixon, mientras los dos hombres conspiraban para utilizar la política exterior para obtener ventajas internas. Nixon respondió: "Tenemos que destruir la confianza del pueblo en el establishment estadounidense".

“Éso es”, respondió Kissinger.

Sin embargo, incluso cuando la desintegración del antiguo Estado de seguridad nacional avanzaba rápidamente, Kissinger ayudó a su reconstrucción en una nueva forma: una restaurada presidencia imperial basada en demostraciones de violencia cada vez más espectaculares, un secretismo más intenso y un uso cada vez mayor de la guerra y el militarismo para aprovechar el disenso doméstico y la polarización para obtener ventajas políticas.

Consecuencias

Las guerras de Estados Unidos en el sudeste asiático destruyeron la habilidad para que sean ignoradas las consecuencias de las acciones de Washington en el mundo. Se estaba descorriendo el telón y, al parecer, en todas partes la relación de causa y efecto estaba apareciendo a la vista: en los informes de Hersh y otros periodistas de investigación sobre los crímenes de guerra estadounidenses, en la erudición de una nueva generación de historiadores que cuestionan, en el trabajo de realizadores de documentales como En el año del cerdo, de Emile de Antonio, y Corazones y mentes, de Peter Davis; entre antiguos creyentes apóstatas y verdaderos, como Daniel Ellsberg; en la disidencia de intelectuales como Noam Chomsky. Peor aún, la sensación de que Estados Unidos era una fuente tanto de bien como de mal en el mundo comenzó a filtrarse en la cultura popular, en las novelas, las películas e incluso en los cómics, tomando la forma de un escepticismo y un antimilitarismo generalizados.

Kissinger ayudó a la presidencia imperial a adaptarse a este nuevo cinismo. Fue un maestro en promover la propuesta de que las políticas de Estados Unidos y la violencia y el desorden que existen fuera de sus fronteras no tienen ninguna relación, especialmente cuando se trataba de dar cuenta de las consecuencias de sus propias acciones. ¿Camboya? “Era Hanoi”, escribe Kissinger, señalando a los norvietnamitas para justificar su campaña de bombardeos de cuatro años contra esa nación neutral. ¿Chile? Ese país, dice en defensa de su golpe de Estado contra Salvador Allende, “fue 'desestabilizado' no por nuestras acciones sino por el Presidente constitucional de Chile”. ¿Los kurdos? “Una tragedia”, dice el hombre que se los entregó a Saddam Hussein, con la esperanza de alejar a Irak de los soviéticos. ¿Timor Oriental? "Creo que ya hemos oído suficiente sobre Timor".

Existencialismo imperial

También resultó útil para el blindaje de la presidencia imperial, lo que podríamos llamar el existencialismo imperial de Kissinger, que ayudó a restaurar un mecanismo de negación, una forma de neutralizar el torrente de información que lograba estar disponible al público sobre las acciones de Estados Unidos en el mundo y sus resultados, a menudo catastróficos de esas acciones. Los periodistas y académicos podrían desenterrar hechos difíciles de discutir que demostraran que el derrocamiento de cualquier gobierno democrático o la financiación de regímenes represivos generaban reacciones adversas. Pero Kissinger nunca vaciló en su insistencia en que el pasado no debería limitar el abanico de opciones de Estados Unidos en el futuro. Las grandes potencias, al igual que los grandes hombres, son absolutamente libres: libres no sólo de supervisión moral sino de lógica causal que podría vincular acciones pasadas con problemas actuales.

Los obituarios mencionarán cómo la hostilidad conservadora hacia las políticas de Kissinger (distensión con Rusia, apertura a China) ayudó a impulsar la primera candidatura real de Reagan a la presidencia en 1976. Y trazarán una distinción entre su tipo de política de poder supuestamente testaruda y el "idealismo" neoconservador que nos llevó a los fiascos de Afganistán e Irak.

 Pero probablemente extrañarán la forma en que Kissinger sirvió no sólo como contraste sino también como facilitador de la Nueva Derecha. A lo largo de su carrera, planteó una serie de premisas que serían adoptadas y ampliadas por los intelectuales y formuladores de políticas neoconservadoras: que las corazonadas, las conjeturas, la voluntad y la intuición son tan importantes como los hechos y la inteligencia concreta para guiar la política; que demasiado conocimiento puede debilitar la resolución; que hay que arrebatar la política exterior de las manos de expertos y burócratas y entregarla a hombres de acción; y que el principio de autodefensa (definido en sentido amplio para abarcar casi cualquier cosa) anula el ideal de soberanía. Al hacerlo, Kissinger desempeñó su papel en mantener la gran rueda del militarismo estadounidense girando siempre hacia adelante.

Ningún ex asesor de seguridad nacional o secretario de Estado ha ejercido tanta influencia después de dejar el cargo como Kissinger, y no sólo a través de su constante defensa de la guerra (incluso en Panamá y el Golfo Pérsico). Reagan nombró a Kissinger para su comité presidencial sobre Centroamérica, lo que justificó la línea dura de Reagan en la región; George H.W. Bush nombró a muchos de sus protegidos, entre ellos Lawrence Eagleburger y Brent Scowcroft, para altos cargos de política exterior; y Bill Clinton recurrió a la ayuda de Kissinger para impulsar el Tratado de Libre Comercio con América –el NAFTA– en el Congreso.

Kissinger Associates, una firma consultora privada, se benefició de las consecuencias de las políticas públicas de Kissinger. En 1975, por ejemplo, Kissinger, como secretario de Estado, ayudó a Union Carbide a establecer su planta química en Bhopal, India, trabajando con el gobierno indio y ayudando a conseguir un préstamo del Export-Import Bank de Estados Unidos para cubrir una importante parte de la construcción de la planta. Luego, después del desastre de la fuga de productos químicos en la planta en 1989, Kissinger Associates representó a Union Carbide y ayudó a negociar, en 1989, un acuerdo extrajudicial de 470 millones de dólares para las víctimas del derrame. El pago fue insignificante en relación con la magnitud del desastre, que causó casi 4.000 muertes inmediatas y expuso a otro medio millón de personas a gases tóxicos. En América Latina y Europa del Este, Kissinger Associates ayudó a negociar lo que uno de sus empleados llamó la “venta masiva” de industrias y servicios públicos, una liquidación que, en muchos países, fue iniciada por dictadores y regímenes militares apoyados por Kissinger.

Kissinger, por supuesto, no es el único responsable de la evolución del Estado de seguridad nacional estadounidense hasta convertirse en la máquina de demolición perpetua en que se ha convertido. Esa historia, que comienza con la Ley de Seguridad Nacional de 1947 y continúa hasta la Guerra Fría y ahora la Guerra contra el Terrorismo, comprende muchos episodios diferentes y está poblada por muchos individuos diferentes. Pero la carrera de Kissinger discurre a lo largo de las décadas como una línea roja brillante, arroja su luz espectral sobre el camino que nos ha llevado a donde nos encontramos ahora, desde las selvas de Vietnam y Camboya hasta las arenas del Golfo Pérsico, hasta el punto muerto en Ucrania y la bancarrota moral en Gaza.

Como mínimo, podemos aprender de Kissinger, que apoyó sin vacilar la Primera Guerra del Golfo y la Segunda Guerra del Golfo, y todas las guerras posteriores, que los dos conceptos que definen la política exterior de Estados Unidos (realismo e idealismo) no son necesariamente valores opuestos; más bien, se refuerzan mutuamente. El idealismo nos mete en el atolladero del momento, el realismo nos mantiene allí mientras promete sacarnos, y luego el idealismo regresa de nuevo para justificar el realismo y superarlo en la siguiente ronda. Y así va.